La sudadera, por Hernando Escobar Vera | CUENTO

La sudadera, por Hernando Escobar Vera | CUENTO

Nilva insistió en que me midiera la sudadera azul oscura. Dijo que la gorra de letras verdes me hacía ver como todo un deportista, y que las zapatillas lo hacían a uno casi levitar. Todos sabíamos que nunca me vestiría así; ese tipo de ropa me hacía lucir insignificante, y si Nilva alagaba mi imagen era solo porque ganaba comisión por cada venta. Sin embargo, me sentí obligado, por tratarse de la novia de Alejandro… o quizás, en el fondo, porque quería experimentar cómo sería yo si fuera el tipo de hombre que se viste así, el tipo de hombre que habría podido llegar a ser si hubiera hecho otras elecciones en la vida.

Esa noche desperté varias veces pensando en la ropa ­—aún en la bolsa, lista para ser donada a alguna fundación— con una curiosidad intensa, como si necesitara vestirla y buscar en mi aspecto frente al espejo, del modo en que se busca en la apariencia de un desconocido, para intentar deducir realmente quién era. La curiosidad se hizo angustiante en la mañana, al momento de decidir qué usar para verme esa tarde con Alejandro y Nilva.

Pasé la mañana y parte de la tarde en la biblioteca, antes de ir a su encuentro. Nilva estuvo amable y sonriente, pero percibí que mi presencia le hacía desear estar en otro lugar; a pesar de eso, la suya me había producido algo cercano al placer, o quizás tan solo la ilusión de alcanzarlo. Estuvo en medio de los dos todo el tiempo, abrazando y acariciando a Alejandro, aunque por momentos nos tomaba a ambos de gancho, inclinaba su cabeza sobre el hombro del uno o del otro o fingía que llevaba bajo sus brazos el libro que saqué de la biblioteca y uno análogo, pero imaginario, que pertenecía a Alejandro, con exagerado esfuerzo. En cierto modo, desde que Alejandro la conoció, ella siempre había estado en medio de los dos, así fuera solo como tema de conversación.

Al final de la tarde, la acompañamos hasta su casa. Tras su beso en la mejilla y el sonido de la puerta, sentí poderosamente su ausencia de un modo ambivalente: nos había estado uniendo y separando. El puente levadizo nos dejaba a Alejandro y a mí en orillas diferentes, desde donde nos veríamos obligados a gritar para alcanzarnos con las palabras; por otra parte, desde ese momento lo iba a tener solo para mí por un rato, del modo en que lo había tenido antes de que la conociera; aun así, si él estaba en algún lugar, era bajo capas y capas de Melva. A ese núcleo quería y no quería llegar. La pérdida de intimidad entre los dos me había permitido envolver la mía en capas y capas de mí mismo. Capas y capas que me habían mantenido sosegado hasta la noche anterior.

Estas contradicciones empezaron a concretarse en palabras que desbordaron mi propósito de mantener el silencio. «Lo que no se nombra, no existe», había sido mi voluntad; sin embargo, cinco cervezas y media, y una extraña necesidad de volver a dar existencia a ese periodo de mi infancia, dejaron emerger la verdad y con ella la vergüenza: cuando niño había sido agresivo, solía asaltar a niños más pequeños y, si oponían resistencia, los golpeaba. No supe explicar qué me hizo cambiar. En qué momento me volví respetuoso de las normas y me refugié en los libros de Física y Matemática. En todo caso, contarle mi gran secreto, que él reprobó con su silencio, no alivió mi angustia. Una pregunta parecía inquietarlo tanto como a mí: en qué me habría convertido si no hubiera enmendado el rumbo. Y ese otro yo virtual resultaba fascinante.

Ya era de noche cuando Alejandro entró a su edificio. Caminé por la acera de enfrente, hacia la avenida, en busca de un taxi. Me incomodaba el libro bajo el brazo. Deseé ser como cuando niño, no tener ese sentido de justicia, esa moral a toda prueba ni esa licenciatura en Física, detrás de los cuales se refugiaba una intensa cobardía. ¿Qué era yo? Pequeño pusilánime de frenillo, para amoldar una sonrisa amable, como si la amabilidad compensara mi debilidad, mi cobardía ante las calles oscuras y las sombras al lado de los árboles. Intenté calmarme, cantar canciones entre dientes como si fuera un vecino del barrio, pero la voz me temblaba. Maquiné dieciocho formas como algún maleante me acecharía y atacaría, en cada una de las esquinas, bajo la sombra de cada uno de los árboles. No me robarían, no era ese mi temor —lo único que portaba era mi libro de Física—; me atacarían por el simple placer de demostrar su fuerza ante mi debilidad, como solía hacerlo yo tantos años atrás con otros niños más pequeños. Imaginé cómo hubiera hecho el acecho yo mismo, si ese suceso que era imposible identificar no hubiera transformado al pequeño hampón que fui en un «hombre de bien», ese suceso que transformó la abyección en miedo y respeto por las normas.

Ya en la avenida, el único taxista que se detuvo me informó que esa noche ningún carro estaba en servicio, en protesta por el asesinato de un colega. «La ciudad se volvió muy peligrosa», dijo. Decidí regresar al apartamento de Alejandro, desandar las calles en las que era posible ser atacado de dieciocho maneras. Tuve tiempo de calcular todos los ataques y medir las posibles reacciones del victimario, es decir, como yo habría atacado, y de la víctima, yo mismo. La calle de la ceiba era, tal vez, la menos peligrosa, porque la víctima podía cruzar la calle corriendo, a menos que el victimario contara con dos cómplices que le cerraran el paso hacia atrás y hacia la izquierda. Y allí solo había un hombre. Me persuadí de no correr hasta que sacara un puñal o intentara abordarme. Seguí cantando, incluso un minuto después y varios metros más cerca, cuando vi salir a otros dos hombres de atrás de la ceiba. Como los tres vestían sudaderas, intenté creer que se trataba de un grupo de deportistas que hacía estiramientos detrás del árbol. No mirarlos, regular la respiración, controlar el temblor de la voz, concentrarme en la melodía. Uno de los hombres, en pocos pasos, llegó hasta mí y me pateó en el estómago. El eslogan «A line of life», escrito en letras verdes sobre su gorra azul oscura, como su sudadera, me hizo imaginar un aviso de neón al lado de la entrada de un hotel en cuyo vestíbulo se tenía que elegir entre varios pasillos. Se detuvo unos instantes, como si viera su propia imagen en el espejo y la despreciara. No intenté correr. Sabía perfectamente que tenía bloqueado el paso para devolverme o cruzar la calle. Cuando me derribaron, solo atiné a preguntar por qué.

«Porque nos da la gana, maricón», le respondí y un placer inesperado se adueñó de mis sentidos. Mis amigos y yo la emprendimos a patadas mientras el cobarde mariquita se retorcía en el suelo intentando detener los golpes con su libro. Vi volar sus dientes y el alambre que llevaba en la boca, y como el maldito no quería soltar el libro, saqué la navaja y la hundí tres veces. No sé bien dónde, porque el hombrecito se retorcía como un gusano. Me alejé con mis amigos mientras aquel cobarde no decidía si alcanzar el libro o usar las manos para contener el sangrado. Me alegré de no ser él: un gusano cobarde retorciéndose en el suelo y repitiendo «¿por qué?» con su voz afeminada ahogada en sollozos. Cuando la gente empezó a gritar ya íbamos bastante lejos. El color oscuro de nuestras sudaderas nos camufló entre las sombras de la noche y mis zapatillas le dieron a mis piernas la velocidad que necesitaba.


Hernando Escobar Vera. Escritor, docente universitario, tallerista y editor bogotano, nacido en 1973. En 2022, fue ganador del Premio Nacional de Escritura del Ministerio de Educación de Colombia, en la categoría «cuento». Algunos de sus microrrelatos, cuentos y poemas  han  sido  publicados  en  Colombia,  Uruguay,  España,  México, Chile  y Argentina. Es editor del libro de microrrelatos Todo ocurre bajo un paraguas, de Ed. Tintababelia.