Sequía, por José Cac
A Escobedo
Ni los alaridos de dolor les hicieron sentir remordimiento. Las llamas cubrieron el cuerpo hasta consumirlo lentamente. El olor a carne chamuscada contaminó el poblado. Al amanecer, los guardias recogieron los restos óseos del muerto y esperaron a que regresara el alcalde, quien ya tenía conocimiento de la tragedia.
Por la tarde repicaron las campanas del palacio. El miedo y la culpa se apoderaron de cada rincón. Los primeros hombres en llegar vislumbraron de lejos al corpulento alcalde con sus enhiestos bigotes, su traje azul y el sombrero ranchero que siempre llevaba consigo.
Esperaron temerosos las palabras de su prócer. El presidente caminó hasta el estrado donde solía dar sus discursos políticos. Tenía el semblante serio y con voz grave condenó el asesinato.
Mencionó sobre lo furioso que se había puesto el gobernador al enterarse de la atrocidad cometida, porque el muerto era nada más ni nada menos que su ahijado, un hombre que por recomendación suya venía a cubrir el cargo de secretario municipal.
Furioso, el edil, apretó sus puños y le dio un golpe al estrado de madera. Dijo que no era posible que ni ante la furia de dios fueran capaces de ponerse de rodillas. Que tiempos adversos le esperaban a San Miguel y que ahora no estaba dispuesto a meter las manos al fuego por nadie. Para terminar su discurso, amenazó con encontrar a los culpables con la promesa de que los obligaría a confesar.
Los pobladores intentaron excusarse con las desapariciones, algunos se atrevieron a manifestar su hartazgo, pero el alcalde sentenció que lo mejor que podía pasarles, en ese momento, era que no aparecieran los niños, porque el gobernador se las intentaría cobrar.
Bajó del estrado. No hubo aplausos y vitoreos a los que estaba acostumbrado. En cambio, reinó un silencio sepulcral. Murmullos desperdigados por toda la plaza. Esa misma tarde los papás de los niños decidieron huir.
En los días siguientes, la sequía se acentuó. La tierra comenzó a resquebrajarse por la falta de agua. El río a las afueras del pueblo, se convirtió en un árido basurero, un llano desértico.
Nadie se atrevió a mencionar a los niños. Prefirieron no gastar saliva, quedarse en silencio, mientras hacían fila en la plaza principal para intentar obtener un poco de agua del único pozo que quedaba.
En la radio anunciaron que la capital llevaba días sin el líquido vital. La desesperanza se apoderó del lugar. Las calles flotaban en una especie de sauna gigante. Una mañana el pozo se encontró vacío y fueron a ver a don Gregorio, el presidente municipal, quien no salió a recibirlos. En cambio, ordenó a los policías, que habían aumentado de número y armas, que detuvieran a quien intentara entrar a su oficina.
Afuera los pobladores bañados en sudor, sostenían cubetas vacías, se arremolinaron por toda la plaza. Se miraron los unos a los otros. Tragaron saliva, pero no se rebelaron en contra de los uniformados.
Por la mañana llegó una pipa con agua, escoltada de dos patrullas. Todos salieron a recibirla entre gritos de alegría y agradecimientos a dios y don Gregorio. Pero sus palabras, se volvieron mentadas de madre y maldiciones cuando el conductor se apeó y les dijo que estaba vacía. Luego les contó sobre las órdenes del presidente municipal, quien se había mudado a la ciudad, todo se resumía en un simple intercambio: entregar a los culpables y él les daría todo el agua que quisieran porque los de la capital lo tenían “agarrado de los huevos” y le pedían rendir cuentas por el linchamiento.
Los pobladores aventaron sus cubetas, botellas, y amenazaron con secuestrar al chofer si no les entregaban agua. Los policías cargaron sus armas y les apuntaron con la promesa de dispararles si no dejaban ir al conductor.
Día tras días la desesperación comenzó a causar disturbios. Algunos pobladores señalaban con ahínco a todos los participantes del linchamiento y pedían que se entregaran, pero la realidad es que la mayoría de las personas se sentían culpables. Entre amenazas, gritos y golpes, los pobladores llegaron a la conclusión de que solo tenían dos opciones; encontrar a los papás de los niños, o los cadáveres de los niños, una prueba tangible que hiciera recapacitar al alcalde ante su impetuoso actuar.
Se designó a un grupo de personas para buscar a los desaparecidos, convencidos de que si los encontraban vivos, los niños podrían guiarlos hasta el paradero de sus papás y si los encontraban muertos tendrían razones suficientes para exigirle al alcalde lo que necesitaban.
La pipa siguió llegando cada mañana. Era una forma de presionarlos. Cansados de la tortura, hubo quienes planearon secuestrar al chofer para obligar al alcalde a entregar el agua, pero desistieron al ver la torreta de la patrulla y las escopetas de los policías. Sin embargo, la búsqueda no cesó. El lugar parecía un pueblo fantasma, sin nadie que caminara entre las polvorientas calles.
Fue una tarde cuando convocaron a una junta urgente. Anunciaron que habían encontrado a los niños a las afueras del pueblo. Estaban con una mujer indígena que los resguardó todo el tiempo. Los gritos de júbilo no se hicieron esperar, pero pronto las miradas se ensombrecieron, al comprender que habían asesinado a un inocente. La alegría se transformó en incertidumbre como si ahora la conciencia les pesara. Además, sabían que ahora sí, los niños se habían quedado desamparados porque sus padres estaban prófugos y en cuanto el presidente lo supiera los castigaría hasta que entregaran a los asesinos.
Se miraron los unos a los otros, luego a los niños, luego a los otros y sin mencionar palabra alguna reconocieron con frialdad que la respuesta estaba ante ellos. Nadie dijo nada, no había necesidad.
Los cuerpos fueron velados con máximos honores, como si se tratara de héroes. El alcalde, desde su estrado, expresó su pesar ante la pérdida de dos almas inocentes, mientras el cielo azul se oscurecía a punto de reventar sobre el pueblo. Todos miraron las nubes, sonrieron y agradecieron a dios. Nadie se acordó de los niños. Ni siquiera del muerto. Todo era felicidad. Durante los siguientes días llovió tanto que el río Santa Catarina amenazó con desbordarse.
José Cac (Mérida, 1996) Ha colaborado en: Punto de Partida, Ágora, Monolito, Enchiridion, Espora, Fábula y otros medios impresos y electrónicos. Actualmente radica en Nuevo León y asiste a talleres de escritura creativa.