La aurora, cuento de Cecilia Bojórquez

La aurora, cuento de Cecilia Bojórquez

Despertó con su voz llamando desde la ventana. Se había hecho costumbre amanecer con los pájaros revoloteando afuera, con su pico pegado en el cristal. Los había de todo tipo, pero sus favoritos eran las auroritas, como su abuela les llamaba. Con sus ojos saltones acechándola sobre todo en las noches; en secreto disfrutaba su acoso, sentirse observada por aquel animal que predice el futuro, que en su aparición, el entorno se obligaba a contener el aliento.

Esa noche la levantó el ulular de ésta en lugar del frecuente golpeteo, enseguida comprendió que aquel ente le cantaba, cual sirena la atraía a sumergirse en la oscuridad. Sintió como algo tiraba de ella hacia la copa del árbol que le quedaba enfrente y salió de su casa sin poder resistirse. Un olor a fermentación la abrigó del frío, los ojos ámbares que la observaban eran un brebaje prehispánico tallado en piedra y pronto su cabeza comenzó a llenarse de susurros aparentemente incoherentes; pensó en las leyendas que le contaba su abuela cuando era niña y la vehemencia con la que le advertía de los conjuros y maleficios que podían soltar a aquellos que se reflejaran en su mirada. Sin duda, al menos ella sí podía verse en esos ojos que comenzaban a tornarse negros. Cuando se dilata la pupila seguro es por hambre, terminaba así uno de los relatos, luego procedía a arroparla y apagar el foco ignorando el efecto de sus palabras en ella, el temor y
fascinación que comenzaba a construirse dentro y que crecerían a su lado conforme los años.

Ahora de adulta poseía una extensa colección de plumas, inscripciones e imágenes repartidas por toda su casa, cada rincón absorbido por su obsesión, la misma que compartía con la silueta de afuera. Había aprendido todo sobre ella, que se hacía omnipresente durante el día, que prefería ocultarse en la espera, tejiendo los lazos que las unían; pero al anochecer, el revoloteo era todo lo que podía escuchar, se sentía obligada a pasar horas frente al cristal intentando captarla, el cómo las alas se le extendían, parecían crecer, aumentar de tamaño, cambiar su forma. Sin conocimiento previo, comenzó a dibujarla, primero trazos torpes, tachones que cruzaban a través de la hoja; después había dominado la técnica del miedo y el color negro cobró vida en el espacio en blanco: parecía volar y aterrizar al mismo tiempo, parecía lanzarse hacia el espectador y aguardar, parecía tener hambre, estar sedienta y saciada a la vez. Se parecían ambas, el papel convertido en espejo, ambas alimentándose de la otra. Los años se resumieron en esa noche, donde la necesidad por la otra abrió la puerta y, en esta ocasión, ambas se adentraron.

Una vez que la alcanzó se quedó quieta temiendo espantarla (o espantarse), desconocía si el miedo que se sentía en el ambiente salía de ella o su contraparte, mas no quiso saber, si quiera respirar parecía prohibido. Los temblores reflejan tu miedo, para ella eres aún más apetecible cuando te agitas, resonó la voz de su abuela mientras contemplaban al sujeto de su acoso, todos tenemos uno, añadió. Y si ella no lograba calmarse, en cambio la criatura permanecía inmóvil. Su voz aciaga se pronunció. Lo que pasó después suena a pesadilla.

Minutos vertiginosos la engulleron en un sueño de vísceras, sangre y tiempos no lineales en forma de nudo. Miró el fin de su vida y el costo del peaje; los abortos en una estrella; las cicatrices nunca sanadas de sus muñecas; presenció el vacío, aquel hoyo que iniciaba en la base de su garganta hasta la entrada de su estómago, un agujero por el que se asomaba un gusano.

Un graznido salió de su boca que comenzaba a alargarse, le nacía un pico, corto y de aspecto filoso, un pico con el que podría comerse al gusano que también le nacía, la asaltó con terror el pensamiento. Le picaba la piel, sentía que los vellos se tensaban rectos, que las piernas se le empequeñecían mientras los brazos se prolongaban. Observó frenética que la de enfrente también se transfiguraba, que paría a una más humana, se despojaba de su capa de plumas y ahora le distinguía los pulgares. Imaginó que si escarbaba más a fondo igualmente encontraría en sí misma a otra, que si aquélla ahora le devolvía su retrato, ella también gestaba a otra en su interior. Por lo que siguió cavando; las horas se contabilizaban en los órganos desbordados, pronto supo que su cuerpo siempre la vistió como un ave de cuello torcido.

Todos la llaman infortunio, mensajera negra, mal presagio, tal vez porque son las mujeres que han muerto, que nunca nacieron, que habitan después de la primera capa de células endoteliales, en la dermis de un cuerpo infértil, inhabitable para un alma que sólo existe cuando el mundo se paraliza. Alma femenina que ocupa la primera parálisis nocturna, primer sueño, primogénita. La realidad niña es que nuestra familia siempre fue de primogénitas. Única hija que engendra. Por eso témeles cuando pierden, cuando se sorprenden en la ausencia, entonces y sólo entonces buscarán a una igual para trasladar su rezo. Las palabras de su abuela se resbalaron entre fragmentos de ojos ámbares y su cuerpo entumecido.

Antes de quedarse dormida ante la promesa del alba, observó las garras de la aurorita tensarse expectantes, evaluando la densidad de la corteza y se preguntó si ella querría averiguar si su piel era igual de resistente, si de ella saldría savia o algún otro fluido vital o si también era un cascarón que aparentaba estar viva.


Cecilia Aurora Bojórquez. Nacida en Ciudad Juárez, Chihuahua, pero toda una vida siendo de Los Mochis, Sinaloa. Correctora de estilo. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Se ha desempeñado en el área de Editorial en El Colegio de Sinaloa y actualmente labora en Comunicación del mismo organismo.

Formó parte del V Encuentro Mujeres Creando Sinaloa en marzo de 2023. Obtuvo Mención Honorífica, en la categoría de cuento, en el Premio de Artes Visuales y Cuento de Horror 2023, del Festival del Horror en las Artes.

Amante del cine y de la poesía.