Los Cauques, por Draco Lizárraga

Los Cauques, por Draco Lizárraga

Negreaba en la sierra, a leguas se podía ver. Pero fue el sudor y la desquiciante humedad, caliente como el vaho de un dragón, lo que despertó a Tobías de la siesta que tomaba. Era sábado, cuando trabajaba tan sólo media jornada, y el resto del día lo pasaba con su madre, a quien cuidaba desde que ella había enviudado hacía tres años. No era tan vieja, pero la diabetes le había afectado mucho su salud. Ninguno de sus otros dos hijos se quiso hacer cargo de ella. Isidro, el agrónomo, se excusó con su trabajo en las granjas de tomate en Culiacán, asegurando que les convenía más que él estuviera allá para mandarles el dinero que necesitasen, lo cual cumplía puntualmente, pero era tan avaro que apenas les daba para el sustento básico de su madre. Lucía, la enfermera, vivía en Mazatlán con un gringo; se había casado con él después de un par de años de conocerlo, desde la convalecencia de una cirugía de cataratas. Visitaba un par de veces al mes a su madre, pero nunca se ofreció a cuidarla y rara vez aportaba algo de dinero para su cuidado.

Tobías, el menor de sus hermanos, no era casado y nunca tuvo la menor intención de dejar su pueblo. Por otra parte, como nunca quiso mudarse del rancho, su difunto padre, don Sebastián, le heredó las pocas tierras que tenía. Muchos vecinos y amigos le decían que las vendiera, y con ése dinero se estableciera en Culiacán o Mazatlán.

–No me gusta el apuro del puerto– les contestaba Tobías cuando le preguntaban sobre el tema.

Los días anteriores a ésa tarde había hecho un calor asfixiante. Apenas habían caído algunas lluvias durante las semanas previas, pero el abrasador y húmedo clima anunciaba la llegada de aguaceros. El arroyo había comenzado a correr unos cinco días antes, aunque era muy poca agua como para regar las tierras o darle de beber al ganado. Desde que construyeron la presa, el caudal del arroyo casi desaparecía para fines de mayo, por lo que tampoco se podía pescar, o siquiera lavar ropa.

Apenas Tobías se levantó del catre, tomó un pañuelo, se secó el sudor y vio hacia los cerros. Oscuros nubarrones se cernían a lo largo de la sierra. Después, se vislumbró un rayo a lo lejos y un leve trueno retumbó a la distancia.

–Va a llover –pensó para sí–. Con el agua que caerá, abrirán las compuertas chicas de la presa y el arroyo correrá.

Entonces, Tobías se vistió, salió de su cuarto y se encaminó hacia la sala para tomar su sombrero y sus botas. Iría a hacia las partes altas del arroyo a pescar cauques. Su madre ya le había dicho días antes que se le antojaba comer un caldo preparado de esos langostinos, que rogaba a Dios para que ya corriera el arroyo. Si traía cauques, sabía que eso la pondría muy contenta, y no deseaba otra cosa más que eso. Su difunto padre, cuando era época de lluvias, solía pescar y traer cubetas llenas de langostinos, por lo cual eran muy apreciados por el joven y su madre.

Una vez que tomó la vieja red de su padre y una cubeta, vio a su madre dormida en la poltrona del corredor. Como a ella le daba directamente el aire de un ventilador, el calor no la había despertado. Tomó un pedazo de papel y le escribió una nota donde decía que había salido al arroyo para ver qué tanto se recargaría el pozo de agua de la parcela, lo cual en parte era cierto. Pensaba llevarle los langostinos como una sorpresa, para que la pusieran todavía más contenta.

Pese a que el sol comenzaba a bajar, aún quemaba bastante; sin embargo, los pesados nubarrones en los cerros se acercaban lentamente hacia los valles. El punto donde su padre pescaba los cauques estaba a una hora de distancia a pie, y como Tobías no quería gastar gasolina, decidió no sacar la vieja camioneta que tenía. Al salir del pueblo, un buen amigo de él, Rafael, quien traía dos grandes pargos junto con unas cuantas mojarras en una sarta, se le acercó y preguntó:

– ¿A dónde vas Tobías?

–A pescar cauques al arroyo, ¿Tú de dónde vienes?

–Del estero, he pasado casi todo el día pescando –respondió Rafael–. No vayas ahora, me dijeron que está muy pesada la lluvia en la sierra, en una de esas, Dios no quiera, te da una arrastrada el agua.

–No creo. Ayer todavía estaba muy bajito el arroyo, pero con las lluvias en la sierra de seguro los cauques ya se están viniendo río abajo hacia la boca del río. Si pesco muchos, te convido del caldo que salga.

–Muchas gracias. Cuídate mucho.

Se despidieron y cada quien retomó su camino. Cuando llegó al punto donde su padre solía pescar, lo primero que hizo fue tentar el agua. Estaba muy fresca, casi fría, ideal para paliar tan insoportable calor. Se quitó sus botas y se metió al arroyo. Ya estaba más alto el caudal, le llegaba hasta por debajo de las rodillas. A lo lejos relumbró otro rayo al que prosiguió un trueno más fuerte. El joven volteó  a ver dónde había caído, y se percató que los nubarrones ya estaban cerca. Tobías sabía que tenía que apurarse.

Luego de remover algunas piedras, comenzó a tirar la tarraya. Con los primeros tiros no sacó nada, pero en poco tiempo salieron los apreciados cauques. Le parecían feos en demasía; de una coloración prietuzca, con tenazas más largas que su cuerpo y llenos de espinas, además de escurridizos. Sólo le gustaban por su exquisito sabor. Para cuando sacó los primeros langostinos, empezó a caer una llovizna muy leve, casi como el sereno de febrero. Prosiguió tirando la red y sacó más, pero ahora el agua le llegaba hasta la mitad de los muslos. Otro trueno resonó, y entonces recordó el consejo de su amigo Rafael. Pero aún no llevaba muchos cauques, apenas alcanzarían para una modesta cazuela. Tiró una vez más la red, pero se enredó con unas ramas que venían río abajo. Dejó la cubeta en la orilla y se dispuso a desenredar la tarraya, pero de repente escuchó otro ruido a la lejanía. No era un trueno, era la alarma de la presa, la que sólo suena cuando van a abrir la compuerta mayor para desfogar el agua. Tenía que salir pronto.

Más ramas comenzaban a golpearle los muslos, que ahora estaban totalmente bajo el agua. La red estaba enmarañada entre las ramas que bajaron desde la sierra, y tuvo que romperla un poco para alcanzar a liberarla. Ahora las gotas de lluvia eran gruesas y más copiosas, y las oscuras nubes las tenía casi encima. A lo lejos, el cielo dorado del atardecer adquiría vetas carmesí. Pensó en qué bello atardecer tendría Mazatlán ésa tarde, pero un profundo eco lo sacó de su ensimismamiento. Volteó a donde había sonado. Lo último que vio fue el inmenso caudal de agua que en un instante lo tragó.

 

Draco Lizárraga (Mazatlán, Sinaloa, 1998), biólogo marino. Colaborador recurrente de la revista CULCO BCS con artículos de divulgación científica e histórica. Ganador de mención honorífica en el Certamen de Ensayo de Divulgación de la UABCS. Ha publicado el relato “Los cauques” en la Revista Alcantarilla, Mazatlán. Actualmente estudia una maestría en Ecología Marina y Pesquera en Boulogne-sur-Mer, Francia.