Autopsia, por Juarjo Gómez | CUENTO

Autopsia, por Juarjo Gómez | CUENTO

Decidí revivir porque estaba aburrido de estar muerto. De inmediato me atacó el espasmo mental de que no tenía empatía con el resto de muertos porque había decidido continuar con mi vida. ¡Qué va! Abrí mis ojos y observé que me encontraba en una habitación blanca y desenfocada. La luz de las lámparas era como un halo granulado y las paredes que daban forma rectangular al salón en el que yo estaba podían distar de mí dos metros o dos kilómetros. Este punto primero me señalaba que el haber regresado de la muerte podía no haber sido la mejor de las ideas, pero era que si no lo hacía quizá lo lamentaría el resto de mi vida. ¡Eso no! Y como si no bastara lo anterior, tampoco recordaba quién era yo. Entonces era necesario descubrir este detalle mayúsculo a la vez que insignificante antes de retomar la vida que… ¿me quitaron? Otra incógnita, ¿cómo era que me había muerto?

Envié mis manos a explorar la superficie sobre la que mi cuerpo reposaba. Era una cama metálica y fría, los dedos resbalaban en su andar e imaginé una inclinación desde todos los bordes de la cama hacia el centro, algo así como una canoa, las manos tropezaron con unas canaletas que debían ser las que ayudaban a direccionar los líquidos vertidos en esta superficie hacia el sifón que probablemente estuviera en el centro del mesón. Supuse que mi cuerpo decadente estaba en una morgue y que además de estar muerto estaba esperando a que me hicieran la necropsia, otra posibilidad era que estuviera en una funeraria esperando a que me rellenaran y me cosieran. ¿Cómo diferenciar una espera de la otra? Mis manos tantearon la superficie con especial atención al detalle, mis dígitos descubrieron las marcas rectas dejadas sobre el metal por algún filo excesivo y alguna que otra protuberancia de roña marcada con sangre mal lavada. Al final descubrieron, a un lado de mi cabeza, la respuesta: un escalpelo limpio.

Para entonces la lista de sentidos de los que disponía eran más o menos los mismos que los de una persona normal: vista, aunque regular, tacto… el gusto no era una prioridad en el momento, en cuanto el olfato y el oído no había tenido la oportunidad de probarlos todavía, a no ser de que estuviera haciendo un escándalo del que no me hubiera percatado por estar sordo o que no estuviera sintiendo el olor a carne podrida y pedos que seguramente estuviera expeliendo a estas alturas, igual también pudiera ser que no fuera este el caso y que yo llevara pocas horas de muerto. Mi tacto no era perfecto, pensaba, mis manos gozaban de una sensibilidad altísima, sin embargo, no podría indicar si el aire estaba tibio o frío y no sabía con certeza si es que era incapaz de mover otras partes de mi cuerpo por causa de algún tipo de parálisis o si era solo que estaba actuando con excesiva cautela. ¡Y qué con todo esto! Pues que tenía un escalpelo entre mis manos y la determinación de averiguar quién era yo y qué me pasó antes de morir. Detuve el filo del instrumento cortante justo cuando estaba a punto de abrirme el pecho porque se me ocurrió pensar en el dolor, así que tuve que discernir todo lo anterior para llegar a la conclusión de que antes de abrirme el tórax tenía que seguir tanteando, la lógica me indicaba que la materia siguiente a examinar era, de todas formas, el resto de mi propio cuerpo.

Las manos descendieron desde la frente hacia los cachetes pasando por la sien, dibujaron el arco y el pico de mi nariz. Acariciaron mi nuca y allí se vieron tentadas a asfixiarme, primera pista, las llamé al orden y con las uñas acariciaron mi pecho desnudo, se devolvieron sobre sus marcas con las yemas y un hormigueo en mis tetillas me advirtió de que tal vez sí era capaz de sentir dolor. Las manos amasaron los músculos de mi pecho y continuaron su descenso hacia mi pelvis con un masaje enérgico, menos de un palmo las separaban de mi pene cuando resolví detenerlas. Antes de examinar mi sexualidad se me ocurrió examinar mis propias manos. Entonces las enredé en un nudo similar al encuentro de dos amantes desesperados, las subí por las muñecas de la una y la otra apretando, pellizcando, jalando y aruñando, sentía dolor, pero no solo era capaz de soportarlo, sino que también lo disfrutaba. Alcancé mis propios hombros en un abrazo a mí mismo sin encontrar daños materiales, sin embargo me preocupaban los daños que en vida me habían convertido en un masoquista. Mandé mis manos a mi pene y lo encontré erecto, sin daños. Palpé toda la zona hasta alcanzar a auscultar mi ano. La erección se me bajó.

Para descubrir si tenía olfato me llevé los dedos que habían estado en mi ano hacia mi nariz. Nada. Intenté ahogarme, pero el temor a morir otra vez, ahora asfixiado, no apareció obstando que tuviera las manos apretando con furia mis fosas nasales y boca. Entonces era que ni siquiera respiraba. El shock de este descubrimiento me duró algunos segundos al cabo de los cuales tuve que ponerme la mano que estuvo en mi ano ante mis ojos. La mancha cuadrada que representaba mi mano tenía a su vez una mancha oscura sobre una de sus esquinas. Como no era capaz de distinguir los colores sino tan solo lo oscuro de lo claro, no tenía idea de si aquella mancha en mi mano correspondía a sangre o a materia fecal. Sin embargo, mi tacto no me mentía, era consciente de que en mi ano había contado siete cavidades. Un simple examen visual me diría si aquello eran llagas, heridas violentas o cualquier otra cosa. Era muy probable que me encontrara en aquel mesón de morgue a causa de estas cavidades anormales y mi maldito masoquismo.

¿Y ahora qué seguía? Pues ponerme de pie para poderme revisar por completo. El problema era que no sabía cómo hacer tal cosa. Probé estirando mis manos hacia el frente, impulsaba mis dedos como cohetes disparados desde mis codos. Nada. Quise girarme hacia un lado u otro, pero mis caderas a duras penas respondían. Era posible que mi columna estuviera rota, después de todo, la auscultación que apliqué sobre mí solo comprendía el limitado espacio de la cara frontal del hemisferio superior de mi ser desnudo. Faltaban las piernas, la espalda y las nalgas. Me sentí tan impotente que no vi más salida que gritar por ayuda. Nada. Traté de aspirar mucho aire y exhalar, pero de mi boca salió un sonido ridículo de trompeta desafinada, parecido a una flatulencia. No aguanté la rabia, tomé el escalpelo y me apuñalé una pierna. ¡Otra vez nada! Era como si no hubiera revivido en absoluto. Aunque en el pecho sí había sentido un cosquilleo nada más hacía unos momentos. Sí. Ahí sí. Y me apuñalé a un lado del esternón. Rico. Rico. ¡Rico! Quise eyacular por los ojos. Con cada puñalada mi cuerpo hervía y volvía a arder en éxtasis. Supuse entonces que buscando esto era que había vuelto de la muerte.

Otra buena noticia era que sí tenía oído, pero la ira que sentí cuando comprendí que no podía gritar me nubló el razonamiento y luego la caída en el arrobo de las puñaladas me enajenó por completo y pasé por alto la revelación de haber podido escuchar el sonido que emitía mi boca imperfecta. Daba por sentado el sonido húmedo de desgarre que producía la cuchilla atravesando mi piel. Aspiré y volví a exhalar ese pedo que era mi grito, ahora de placer. ¡Ignorante, estúpido! El siguiente sonido que escuché fue el de una puerta abriéndose. Me detuve y giré mi cabeza hacia la dirección del sonido. Vi una mancha cuyos bordes se difuminaban en granos de luz y oscuridad. La mancha se hacía más grande conforme el sonido de sus pasos se hacía más fuerte, lo que era yo, yacía inmóvil sin tener del todo claro de qué manera salir de aquel apuro. «Otra vez lo mismo. No puede ser», dijo aquella mancha enorme. Entendí sus palabras. La mancha se movió hacia algún lado desde el que ya no era capaz de verla. Algo se abrió. Temí por mi bienestar al tiempo que caía en la cuenta de que no me había chupado los dedos que me metí en el ano; qué idiota, si lo hubiera hecho hubiera descubierto alguna pista que me hubiera puesto en el camino que necesitaba. ¡Imbécil! Algo pareció quebrarse y a continuación dejé de sentir nada. Otra vez estaba muerto.


Juan José Díez Gómez «Juarjo Gómez» (1990), diseñador gráfico y bibliotecario escolar, soy asistente al taller de escritura del novelista Juan Diego Mejía en Medellín. En el concurso de cuento Juan Carlos Onetti 2022 obtuve una mención de honor con un cuento ahora publicado en la revista digital El Coloquio de los Perros y en La Memoria Errante, Memes en alta resolución. También aparezco en la antología del VII concurso de jaicús “Entre sílabas anda el juego”, Madrid, 2024. En la revista Papel he colaborado con varias reseñas literarias. Y, de nuevo en La Memoria Errante, tengo publicado un artículo sobre Hambre, la novela de Knut Hansum. En la revista digital Innombrable aparezco con el cuento Fe de ratas, en la revista pulp Paladín tengo publicado el cuento Quien tenga ojos que vea y también colaboré con una ilustración para la revista digital Aparato Nacional sobre un cuento de Hank T. Cohen.