Brujas podrán venir, cuento de Jorge Alberto Avendaño | Brujas&Cholitos

Brujas podrán venir, cuento de Jorge Alberto Avendaño | Brujas&Cholitos

Después del apedreo de la Chopa, ni el circo, ni los juegos ni el remolque con los fenómenos volvieron a pararse en San Pedro. Jamás se volvió a tener la vista de la carpa agujereada, de los fierros enmohecidos o del remolque ruinoso, instalados en el solar al lado de la iglesia, cada que llegaban los fríos aires de noviembre, justo antes de la primera quincena decembrina.

           San Pedro era un caserío que se las arreglaba para tener a la gente ocupada en trabajar y gastar dinero durante todo el año, cuando no llegaban los del cine de húngaros llegaban los de la Coppel o los de la fayuca; siempre había una temporada de algo que nos vaciaba los bolsillos, como si no pudiéramos tener otra cosa que no fuera un pueblo lleno de hogares renegridos por el polvo, calentados por el sol. Era una milpa sin vigilancia, una mina a la que le rascábamos la panza para sacarle un poco de dinero y con eso cooperarle a mi nana para la comida, para comprarnos unas cocas heladas mientras veíamos el tiempo pasar en la fuente de sodas.

Cada tanto tiempo llegaban cambios a nuestra rutina, en Semana Santa íbamos a las playas de Altata o del Tambor, en temporada de frutas pasábamos los días en los viveros y los naranjales, llenábamos cubetas y cubetas de naranjas, lichis y mangos para luego por las tardes ir  al cine de húngaros, a ver películas con Mario Almada o el Santo. Los días en San Pedro tenían nuestra huella, primos y hermanos nos repartíamos los terrenos a recorrer: La careada de voli, los contratos del vivero, el circuito de vigilancia en la jugada; siempre andábamos ahí, de ronda en las calles, todo el día.

No perdíamos oportunidad para intentar ser los morros más pesados del rancho, éramos tantos y tan bien dados que pocas veces los otros plebes nos hacían frente, cuando pasaba era porque también eran de la familia, puro Gavilán de los de antes, de esos que se sentían igual de fuertes que uno, así como para ponerse al brinco. Y es que no había cómo no vernos, ya en la jugada, ya en el voli, ya con las señoras en el panteón cada fiesta de muertos o cada entierro.

Así era con la Chopa, era imposible no verla, no encontrársela por ahí, para cuando estuvimos todos ya grandes, ella ya había rondado el pueblo por varios años, se veía igual a un algo que flotaba entreverado en polvo, siempre forrada con una falda larga, tinta, huaraches de llanta, una blusa percudida que alguna vez fue de un rosa chillón y una bolsa como de india que traía siempre apretada contra el sobaco. Nunca nos hizo alguna maldad, sólo se nos metió en la cabeza hacerla nuestra enemiga, por su pinta deforme y su habla imposible. En el pueblo decían que era nieta de la mujer mono, esa que veíamos en las fotos del remolque de los fenómenos del circo de los Pantera.

           Cada que nos la cruzábamos, en la vagancia o en algún recado, la asoleábamos con un canto burlón, horrendo ––¡Chopa, Chopa!––le gritábamos, para reírnos de sus corajes y sus intentos por perseguirnos con sus piernas zambas y sus pies chuecos. Lo blanco de los ojos se le llenaba de rencor, de las pupilas aventaba lumbre, se agachaba a tomar piedras, las más grandes que veía, para atacarnos con todas sus fuerzas mientras murmuraba algo, como si las palabras se le trabaran desde adentro de su cabeza deforme, se rompieran en su boca chueca y terminaran por desparramarse por toda su cara gatuna.

Nunca le conocimos una casa, no así como las de uno, rodaba por los extremos de San Pedro, desde el monumento hasta el panteón, pasaba por la jugada, la plazuela y el expendio de cerveza a la orilla del pueblo, por atrás del canal de riego, cerca de la casa de mi mamá. Varias veces la vimos arrancar rumbo al panteón, a hacer quién sabe qué. De noche no se le veía, ni en fiestas, ni en los bailes allá en el centro, ni siquiera en las pastorelas o en los velorios grandes en los que llegaba la banda y repartían birria y cerveza.

En San Pedro siempre había muertos, todo el tiempo andábamos en velorios; en la fiesta de los Santos Difuntos nos poníamos de modo para ir al panteón a limpiar y a pintar tumbas, a vender baldes de agua. Todo terminaba en la contadera de las monedas, en la pagadera de pintura y en la repartición de las ganancias, luego corríamos a la tienda, a jugar en las máquinas que nos tenían tan embrujados. Hasta eso que noviembre era buena época, con sus aires fríos se nos venía la temblorina de esperar la zafra y las cenas de navidad, estábamos alborotados por vivir en ese momento, en esa parte de nuestra vida, incluida la escuela, hasta el profesor Pedraza como que se suavizaba, como que era menos batalloso.

Al pasar el día de muertos nos quedamos sin mucho en qué trabajar, con la zafra le caía dinero a los de las parcelas, con ellos nos arrimábamos para hacer mandados, ir al expendio a la orilla del pueblo por cerveza, botanas y cigarros. Hicimos buena roncha, las cuentas salían bien, como para llegar con algo de dinero extra a navidad, comprar algún manojo de cuetes, ropa, ir al circo varias veces y pasear en la rueda de la fortuna, el carrusel y el remolino chino, a veces hasta entrabamos a ver a los fenómenos en el remolque frente a la carpa del circo.

Esa temporada, de tanto que fuimos para allá, al circo, los juegos y el remolque, los Pantera, los dueños, nos dieron un que otro trabajito, cobrar entradas, barrer la polvadera, regar, y aserrinar el piso. Otros acomodaban sillas y bancas, vigilaban que nadie anduviera de metiche en los corrales y las campers estacionadas detrás de la iglesia, todo a cambio de unos pesos. De poco en poco nos fuimos dando cuenta de lo que ocurría detrás de las luces y la música que sonaba todas las tardes, de las muchachas, los catres de lona y los cuartos ocultos en las campers y el remolque, de la venta de polvo blanco, todo bajo el amparo del anuncio del gallo de tres patas y la cochi con cara humana.

           Cuando en las tardes cobraba la entrada al remolque, me gustaba espiar a las parejas que entraban, por entre las grietas de la madera. Acomodaba un banco desvencijado apenas al librar la entrada al cuarto, miraba todo lo que la poca luz permitía. Era un paraíso para gente hundida en pecado, para viciosos y sinvergüenzas como nosotros que aprovechábamos cualquier descuido para esculcar en una bolsa mal puesta o un bulto sin vigilancia. Ya ni levantábamos la cara para ver el cielo, no tenía caso, para nosotros estaba tan lejos como la idea de terminar ahí, convertidos en una nube de esas que le tapan a uno el castigo del sol.

           Las mañanas de ese noviembre fueron igual de normales como cualquier otra, desayunábamos huevos arañados con el tenedor, a veces hasta zucaritas con leche bien helada. Salíamos de la casa siempre apurados, corriendo hacia el puente del canal que nos conectaba con el camino a la secundaria para justo y llegar antes de que sonara el timbre. Ya en la escuela, toda la mañana se trataba de puro voltear la vista hacia las ventanas, nos embobamos con el paso de la gente, con la frontera que hacían la calle y las primeras tumbas del panteón, justo ahí, a un lado, luego la veíamos recalar de entre las cruces, siempre a eso de las nueve de la mañana.

Su figura era apenas una sombra, el polvo que levantaba al arrastrar sus pies le formaba una capa de tierra alrededor de los tobillos. Le gritábamos desde adentro de la escuela, su respuesta era siempre la misma; recoger piedras y lanzarlas hacia nosotros que, desde el fondo de nuestros pulmones, gritábamos las palabras que ya todo el pueblo coreaba cada que la veía: “¡Chopa, Chopa!”. Esa mujer nada nos debía, nada nos había hecho, pasaba que topar nuestros caminos con ella era molesto, repugnante, su deformidad parecía ofendernos más allá de cualquier insulto que se nos pudiera hacer. Luego quedaba el problema de sus desapariciones detrás de las tumbas cada que empezaba a caer la noche en San Pedro, tan solo desaparecía, bajo el horizonte colorado de los atardeceres del pueblo.

Para el día de la misa al apóstol San Andrés ya no se miró gente por allá por el circo, dicen que al acabar la liturgia, el padre fue a cobrar lo del uso del solar con los Pantera. Ya no se veía a mucha gente allá, no era negocio seguir ahí, nos mandaron decir que ni le hiciéramos la lucha de ir, que el circo iba a durar apenas una tarde más y que de plano no nos ocupaban. La del primero de diciembre sería la última función, ese negocio estaba muerto, les urgía irse a Navolato, a pescar el dinero que había allá.

A mi hermana y a mí nos gustó eso, quedarnos juntos a ver Salvados por la campana, clarito me acuerdo de la sensación placentera de estar ahí, sin obligación de nada, como si fuera algo normal, algo tan de siempre. A esas horas ya mi mamá se había ido a con mi nana, a ver la novela de la Thalía que tan enviciadas las tenía a ella y a todas las mujeres de la casa. Allá la alcanzamos, para cenar lo de siempre, queso, tortillas de harina y frijoles, para escuchar historias de miedo, bajo las ramas de un viejo árbol de pingüica.

Nos fuimos ya que se acabó la novela, sin hacer mucho ruido, antes de que terminara todo de ponerse como la boca de un lobo. Agarramos norte hacia la casa, teníamos que caminar por todo el bordo del canal hasta llegar al puente a la orilla del pueblo, cruzarlo y hacer un rodeo para entrar a la casa por el patio, era mucho andar para tres gentes solas, de noche, con el peligro de encontrarse a rateros, la Llorona o la Bruja Gris, la habían contado que se robaba a las niñas así como mi hermana, inocentes, chiquitas.

Mi mamá nos vio como nerviosos, medio asustados por la negrura de la noche, le dio por empezar a platicarnos de sus planes de ir a comprar fayuca a Tijuana, para venderla en lo que llegaban la navidad y el año nuevo; que la gente siempre andaba con ganas de estrenar en esas fechas, que el viaje era muy largo pero que cuando llegaba uno a La Rumorosa todo valía la pena, por el paisaje tan bonito, que me iba a llevar a mi primero, para ayudarle con las bolsas, y, ya que estuviera más grande mi hermana, le tocaría ir también a ella.

Así, ensoñados con lo de Tijuana, fue que llegamos al puente sobre el canal de atrás de la casa, alboroté la mirada con la corriente, con los sonidos de las ramas y el reflejo de la luz de las estrellas. Luego todo se detuvo, la corriente, las ramas y la luz, había en el aire una fuerza que alertó a mi mamá y llevó a mi hermana a cubrirse el miedo con mi cuerpo. Allá, sobre el barandal del puente, a unos cuantos metros, se había encaramado una lechuza, enorme, parda, parecía que con los ojos te buscaba el alma. Empezamos a insultar al animal para que no se robara el alma de nadie, le hicimos todas las señas que sabíamos, mi mamá le gritó tanto, tan fuerte y con tanto odio, que hasta los perros de ahí cerca comenzaron a ladrar.

La lechuza se agazapó, hundió la cabeza entre sus alas y apuntó los ojos hacia poquito atrás de mí, a dónde se escondía mi hermana, el ave pegó dos aletazos, clarito los vi, aventó su cuerpo sobre nuestras cabezas y empezó a rasguñar el rostro de mi hermana y los brazos de mi mamá, no había remedio, a mi hermana se la llevaría la lechuza, la Bruja Gris de la que había escuchado hablar a los viejos alguna vez, bajo el árbol de pingüica en la casa de mi nana.

El agua hacía sonar su corriente, los matorrales cortaban el aire, la lechuza comenzaba a ganar la batalla, despaciosamente nos llevó hacia la orilla del canal, nos hubiera metido a todos ahí, nos hubiera ahogado de no haber sido por ella, por la Chopa, llegó desde allá, desde lo profundo del panteón, para ayudar en la pelea contra el animal ladrón de almas. Fue la única vez que la vi sin su bolsa, hablaba en su lengua incomprensible, se agachaba recoger piedras y las aventaba contra la Bruja Gris, igualito a cómo cuando nos perseguía a nosotros por entre las calles del pueblo. Ahora estaba de nuestro lado, había salvado a mi hermana de sufrir para siempre y a nosotros de morir ahogados en la corriente del canal de riego.

Al otro día, antes de irnos a la escuela, hablamos de las cosas recientes mientras nos desayunábamos unas zucaritas, acordamos, antes de irnos mi hermana y yo a la escuela, que nunca hablaríamos del problema, del asunto con la bruja. Aguanté las horas de la mañana en espera de que la Chopa se dejara ver, traía la congoja de agradecerle, de comprarle una coca, unas sabritas o algo para que supiera que estaba en buenos términos con ella. Nomás no aparecía, en todo el día no la vi asomarse por la escuela o salir de repente por en medio de las últimas tumbas frente a la secundaria.

Dieron las diez y era hora que nada, ni una señal de su cara gatuna, se me hizo tan raro que hasta me empecé a preocupar por ella, me dio como una mortificación de saber dónde andaba la mujer, la cabeza no se me estaba quieta, empecé a armar mil situaciones, cada una peor que la anterior, la vi, la imaginé, colgada de una rama de la amapa grande en el medio del panteón, con una lechuza parada sobre su cabeza, picándole el cráneo. Era tanta mi congoja que me dio por irla a buscar al panteón, me salí de la escuela por un boquete que le habíamos cortado a la cerca de la escuela, por la frente me corría una ansiedad parecida a la que me daba cuando espiaba a las parejas en el remolque al lado del circo.

La cosa se ponía peor con cada segundo que pasaba, imaginaba a la Chopa usufructuada por un animal mitad humano, mitad pájaro, lanzando gritos parecidos a los jadeos de la gente moribunda. Al cruzar la cerca, un alambre desgarró la camisa blanca del uniforme, de los hombros. Corrí para cruzar la calle y meterme por las orillas de las primeras tumbas de ese panteón sin barda, escuché una gritadera a mis espaldas, volví la cabeza y miré al profesor Pedraza dirigirse a la puerta de la escuela, dispuesto a perseguirme.

Agrandé las zancadas, me adentré en al panteón sin mucha idea de para qué, nada más quería aplacar la angustia de no saber qué había sido de la Chopa aquella mañana, me motivaba la idea de ser el héroe que tuvo una visión de muerte, el que se mostraba al pueblo como el profeta salvador de la Chopa. La encontré bajo la rama de la amapa, con sus pies sucios, su piel ennegrecida por el sol y su cara torcida en una mueca que se parecía a una sonrisa, le pregunté si estaba bien, verla ahí, sentada encima de una tumba, hurgando en la bolsa que siempre traía apretada contra el sobaco, me había hecho olvidar que ella no hablaba bien y que si hubiera querido hablar no hubiera hablado conmigo.

Torció la cara, bufó y me dirigió una mirada casi de lástima, mientras ella seguía esculcando en la bolsa, comenzó a sacarle papeles arrugados, los abría para luego extenderlos frente a sí y mover los ojos, como si leyera. Daba miedo tenerla enfrente, giré la cabeza para ver si andaba cerca alguno de mis primos, solo se veía a lo lejos al profesor que había salido trás de mí. Vencí el miedo que me provocaba la Chopa, me le acerqué tanto como para ver que había trazos en los papeles que sacaba, parecían dibujos de una gente loca, le escuché hablar — Aquí estás—dijo, con una voz tan clara que me hizo retroceder, extendió su mano, en sus dedos había enredado un papel — Agárralo, me lo mandaron los muertos, es para ti—continúo.

Movido por una curiosidad que me nublaba la mente estiré el brazo para arrebatarle el mensaje, lo puse frente a mis ojos, estirado, miré los trazos torcidos, temblorosos, en una tinta como hecha de tierra. Sentí un golpe en la nuca, un jalón de cabello, Pedraza me había dado alcance, me llevó hacia la escuela a empujones y regaños, guardé el mensaje en el bolsillo derecho de mi pantalón. Al llegar a la secundaria, la gente se había arremolinado en la cerca y las ventanas para verme caminar con la mirada fija en el piso, avergonzado, cubierto por insultos con cada empujón, con cada regaño que me daba Pedraza, hasta me empezaron a cantar así a cómo le cantábamos a la Chopa: “¡Bruto, bruto!”, “¡Culo, culo!”.

Quería matarlos a todos, al profesor, a mis primos y a mi hermana que también le habían entrado a la gritadera, era tanta mi rabia a causa de las burlas que empecé a llorar de coraje, de impotencia. Pedraza debió haber presentido algo, me agarró de la rotura de la camisa del uniforme y me sacudió, los hilos de la tela se descosieron todavía más, me resolví a no entrar a ese lugar tan horrible y tan sin chiste a la vez, de un derechazo me libré del agarre, con la zurda enganché la mandíbula de Pedraza, fue un golpe seco, de los que tumban a cualquiera.

Luego huí, corrí mucho, muy hasta lo lejos, en la distancia se escuchaban ahora otras palabras: “Agárrenlo, malalma, te va a chingar mi tata”. Entre más rápido corría más pronto dejaba de oír los gritos, de tan apretados que llevaba los ojos empecé a ver bolas de colores. Pasé frente a la casa de mis abuelos, de mis primos, las tiendas y la peluquería que estaban de camino a la iglesia con el solar a un lado, con los fierros desmontados de la rueda de la fortuna, el carrusel y el remolino chino, aquel parque de juegos temporal al lado del remolque de los fenómenos, justo frente al terregal del circo.

Me metí, casi sin darme cuenta, a la penumbra del cuarto oculto del remolque. Hacía un calor parecido al de las tardes de septiembre, húmedo, angustioso y sofocante. Comencé a escuchar un zumbido agudo, doloroso, metido en el puro medio de mi frente, por más que me apretaba las sienes con las manos no lo lograba apagar, me tiré sobre la lona del catre, estaba manchado de semen y sangre, empecé a sudar, a temblar, recordé la maniobra para liberarme, el zurdazo, las burlas, el papel, la voz clarita de la Chopa y el mensaje de los muertos.

La ropa empezó a absorber lo transpirado, me refresqué lo suficiente como para empezar a caer un una modorra profunda. Palpé los bolsillos de mi pantalón, encontré el mensaje, medio mojado por el sudor, lo levanté para intentar verlo contra la poca luz que había en el cuarto, lo tuve que leer varias veces para entenderle, y no a nada más las letras, también a lo que decía, a lo que tenía qué ver conmigo, quise hacerle sentido, sin embargo, entre el calor, el cansancio y la angustia de estar piense y piense, caí, me dormí encima del catre manchado de semen y sangre, comencé a soñar con Tijuana, con la cara gatuna de la Chopa.

Me levanté ahogado en llanto, todo mojado, si me hubiera visto alguien en ese rato, hubiera pensado que me había aventado un clavado al canal de riego de atrás de la casa de mi mamá. En el cuarto ya no había ni un rayo de luz que le aclarara un poco la vista a uno, a tientas busqué el pedazo de papel, lo encontré para hacerlo bola y guardármelo en el bolsillo derecho del pantalón, me paré para contemplar la oscuridad que me rodeaba, para meterle cabeza a esas palabras escritas por los muertos, o por la Chopa o por el Diablo: “Cuando se vayan, tu voz también se irá para siempre, las costillas se te llenarán de muerte”.

Comencé a recordar a la Chopa, cómo todo el tiempo traía su bolsa apretada contra el sobaco, su andar torpe, sus apariciones en las casas, antes de que hubiera difunto. Su imposibilidad de hablar, recordé la noche cuando nos ayudó a pelear contra la bruja que se quiso llevar a mi hermana. Comprendí el mensaje al tiempo que el zumbido y el dolor que sentía en la frente se me movían detrás de los ojos, me reventaban tanto la cara que me doblé sobre el catre, mientras el sonido de mi sudor y mis lágrimas estrellándose contra la lona del catre hacían eco en mis ideas.

La oscuridad en la que estaba metido era apenas un anticipo de la negrura que me encobijaría. Estilé el cuerpo cubierto de agua salada, salí del cuarto antes de que llegaran las gentes del remolque a averiguar qué negocio tenía ahí. Estaba solo, temeroso de que me fueran a esculcar las bolsas para saber si me había robado algo y que me encontraran el papel guardado en el bolsillo derecho del pantalón.

Afuera de la carpa del circo se empezaban a juntar unas cuantas gentes que venían a ver la última función. Salí del remolque, yo estaba como lejos de todo, embobado con el trajín de lo que pasaba bajo lo que apenas y se alcanzaba a ver en la carpa, de no ser por el señor Pantera, quien me jaló de las roturas de la camisa, aún estuviera ahí, parado como un poste, — Aliviana el mosquero, Bacilio, hay que cobrar la entrada—me dijo, mientras me entregaba un fajo de boletos.

           Llegaron a buscarme mis primos, junto con mi hermana, mi mamá y las mujeres de la casa de mi nana, sin importarles perderse la novela de la Thalía, al verles, corrí a abrazarlos a todos y cada uno, — No pasa nada, ya hablamos con el Pedraza, ya se calmó el asunto—me dijo uno de mis primos, me aseguró que todo iba a estar bien, sus palabras y la presencia de mi gente, ahí en el circo, me calmaron. Como apenas y había vendido quince boletos, me determiné a dejar pasar a todos al último show de esa temporada, un show con los mismos trapecistas, los mismos chistes de los mismos payasos, las mismas acrobacias, una copia exacta de todo lo que había pasado antes de mi ataque de pánico en la mañana.

El acto final siempre era el de la mujer de goma, una señora flaca, tísica, que armaba una tarima con tres bancos y una tabla; se trepaba y, mientras las luces le apuntaban, acomodaba su cuerpo a modo de nudo, como si le hubieran quebrado el espinazo, en el sonido le ponían la música menos escandalosa de toda la función, apenas un acompañamiento para crear ambiente de nervio y concentración, después, ya que te acostumbrabas a la calma, le subían todo el volumen a la música, provocando la emoción y el aplauso de la gente.

Sentado, junto a mi familia y a los otros quince asistentes, esperé la salida del maestro de ceremonias, a que diera un discurso bonito, de agradecimiento, para sacar a la gente y cerrar la cortina. No salió, nos volteamos a ver, extrañados de su ausencia, en lugar de eso, nos llegaron gritos y reclamos desde atrás de la cortina de los camerinos, un repentino silencio, pasos. Finalmente, el maestro de ceremonias salió al medio de la pista, se le notaba apresurado — Eso ha sido todo por esta noche, querido San Pedro, y recuerden, no les decimos adiós, sino, hasta nunca—sentenció, para luego indicarme que era todo, que sacara a la gente de ahí.

Nadie salió, en la pista se había aparecido la Chopa, babeante, esparcía su pestilencia por toda la carpa, vaciaba el contenido de su bolsa frente a todos nosotros, papeles como el que me había dado a mí, llenos de letras y marcas. La Chopa se había convertido en el acto especial de la noche, al verla en medio de la pista, mis parientes comenzaron a gritarle: “¡Chopa, Chopa!”. Ella rió profunda y roncamente, apuntó directo hacia donde yo estaba. Me convertí en un venado que rinde su vida, hipnotizado por el espanto de ver a una fiera tan de cerca.

La Chopa corrió directo a donde yo estaba, me envolvió con sus brazos fuertes, regordetes, me tumbó de las gradas de un solo movimiento, arañó mi cara, cuando quise defenderme de sus uñas, tomó mis manos con las suyas, se montó encima de mí, su baba caía directo en mis labios y mi lengua. Asqueado, de espaldas al suelo, alcancé a ladear la cabeza para intentar, mínimo, deshacerme de la sensación de repugnancia que invadía mi boca en esos momentos, vomité lo poco que había desayunado. Probé el aserrín y la tierra suelta que cubrían el piso del circo, sentí cómo ella me aprisionaba la boca, me obligó a morderme la lengua hasta que un pedazo de carne ensangrentada me rodó por el cachete.

Había sido tan rápido, tan sin sentido, que la gente no reaccionó sino hasta cuando vieron cómo la Chopa me había cortado la lengua con mis propios dientes. Entre todos me la quitaron de encima, a golpes y patadas, le arrancaban mechones de su cabello, pedazos de su falda tinta, poco a poco me paré, vi cómo la llevaban afuera, con los esqueletos de los juegos. Comenzaron a apedrearla, de las casas de enfrente comenzó a salir gente al escuchar el escándalo que se había armado y los raros gritos de: “¡Chopa, Chopa!” a esa hora de la noche.

La vista del espectáculo me llevó a sentir un asco más profundo que cuando tuve a la Chopa encima de mí, volví la cara hacia el circo para dejar de mirar el final del acto extra, al hacerlo, observe en la distancia la entrada a la carpa del circo, al maestro de ceremonias que se me acercaba con un papel en la mano; se arrimó, y me dio a leer el mensaje “Debe pasar, vete”, decía, en la misma letra temblorosa y renegrida que había leído en el papel que traía yo guardado en el bolsillo derecho de mi pantalón.

La Chopa luchaba por detener la lluvia de piedras, ponía las manos frente a su cara como si con eso pudiera desviar las rocas que le quebraban los dientes y los huesos, el olor a sangre tenía a la gente loca, ciega, hasta mi mamá y mi hermana se habían sumado al apedreo. El maestro de ceremonias me llevó al cuarto del remolque, a esconderme de todos, hasta de mis parientes. Desde ahí, por entre la grietas que usaba para espiar a las parejas, vi caer el cuerpo de la mujer de la que tanto me había burlado, la vi retorcerse en el suelo entre una polvareda provocada por las pedradas que recibía y sus propias carnes agitándose, cerré los ojos, escuché el aleteo de la lechuza del canal y, abatido, me fui a recostar al catre con la lona manchada de sudor, lágrimas, semen y sangre, a la espera de convertirme en el nuevo mensajero, en la nueva voz de los muertos.


Jorge Alberto Avendaño (1978) nació en San Pedro, hoy Navolato, Sinaloa, una tarde de agosto en la que hacía mucho calor. Es egresado de la carrera en lengua y literatura hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa y de letras inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente vive en Ciudad de México, donde trabaja como profesor de literatura y traductor, a la par que escribe y cuenta historias.

            Fue ganador del 2º Certamen Nacional de Relato Personal Mi historia Inolvidable, convocado por UNAM en 2015 y del Premio Nacional al Estudiante Universitario, otorgado por la Universidad Veracruzana, en la categoría de cuento “Sergio Pitol” 2017, obtuvo, también, Mención Honorífica en el Premio Estatal de Cuento de Horror 2023 . Ha publicado en revistas literarias como Timonel, Vuelo de jaguar, Monolito y Trazos Pedagógicos.