Suerte, por Zaira Moreno
La primera vez que la vi, llevaba su cabello castaño en un moño apretado. Sus brazos se contraían con el ir y venir del camión, los asientos desgastados soltaban pelusas que se pegaban a la ropa recién planchada. La camisa ambarina se ceñía a aquellos brazos huesudos, también al cuello delgado que llevaba una cadena brillante. Cada parada consumía una pequeña chispa de sus ojos saltones, y en cada destino, sólo podía permanecer quieta. Al subir los tres escalones hasta el conductor, un letrero hecho de cartulina endeble sugería a los pasajeros no mirar hacia las ventanas. Cualquier criatura o bestia que pudiera causarles un susto, no era responsabilidad del conductor. Tampoco lo era si resultabas ser el pasajero 17, 34 o 51 y pasabas a ser el refrigerio de quien iba tras el volante. En aquel pueblo con calles de tierra y piedras, las reglas se seguían al pie de la letra. La chica castaña había intentado escapar una vez. Armó su mochila amarilla —allá todo era amarillo para no perderse—, con una bebida y una muda de ropa. Los sabuesos, recién salidos de la cabaña al fondo de la colina, siguieron a la chica. Sus ocho patas largas y narices duplicadas, alcanzaron a la pobre cosa pálida antes de que ella pudiera abrir su bebida y tocarla con sus labios. Su plan fallido se reflejaba en su rostro: una cicatriz cruzaba su mejilla derecha hasta llegar a su labio superior. El corte, limpio y causado por las garras de uno de los sabuesos, se movía al compás de sus sollozos. Después del incidente, la castaña se marchitaba con el pasar de los días y su cicatriz —la fiel prueba de su valentía— brillaba en aquel tono amarillento que tanto despreciaba.
Zaira Moreno. Tapatía y comunicóloga. Algunos de sus escritos aparecen en Revista Signos, Revista Estrépito, Especulativas, Periódico Poético, Revista Literaria Polilla y Revista Engarce.