Tres cuentos breves de Franco García
Penas
Todas las noches es lo mismo con papá.
— Tómate un trago conmigo, hijo.
Y me siento a la mesa con él.
— ¿Doble?
— Como siempre.
Y me sirve con ganas el mezcal. Para mis once años soy todo un catador y tanto papá como los vecinos de la colonia Vacacional lo saben. Por eso todas las noches trae una botella nueva para darle mi opinión.
— No está mal, apenas y raspa.
— Ese es mijo. Salud, campeón.
— Salud, papá.
Mamá ya no dice nada. Sólo se encierra en su cuarto con Lulú y ambas se sueltan a llorar. Y aunque no lo crean, yo también lloro con la misma historia de papá. Pobre hombre. Amó a una mujer no correspondida y para no quedarse solo tuvo que casarse con mamá. Ninguno de los dos se casó por amor, es un hecho. A mamá la obligaron mis abuelos para que no se le fuera el tren porque ningún hombre la tomaba en serio. Rechazo tras rechazo, humillación tras humillación. Y es que mamá es fea, negra, gorda y las personas así jamás son atractivas. A los abuelos no les importó que papá fuera alcohólico y violento, sólo querían ver a su hija casada para que en la colonia no dijeran nada. Mi hermana Lulú es igualita a ella. Seguramente tendrá el mismo destino. Pobrecita Lulú, apenas y tiene 5 añitos. Mamá odia con esmero a papá, incluso yo odio a los dos. Pero qué le voy a hacer. Más que beber y beber y beber hasta que las penas desaparezcan cuando sea mayor.
Y el ganador es…
Eduardo y yo hemos experimentado un nuevo juego: cortarnos alguna parte del cuerpo con la navaja que le regaló Gonzalo, su hermano mayor y quien es militar. Desde luego que es divertido cuando sale sangre y alguno de los dos se desmaya. Deberían vernos cuando nos vamos directitos al suelo. ¡Wow, qué golpes! En una ocasión Eduardo se fue de bruces y se pegó con el filo de la grada en la entrada de mi casa. Le reventó el ojo como ejote que perdió la visibilidad. O como cuando Eduardo colocó la navaja sobre mi dedo meñique y lo aplastó con una piedra a modo de que saliera volando por los cielos. Qué chorro de sangre, parecía manguera de bombero. Pero las risas y las lágrimas nunca faltan. Siempre contamos con un botiquín de emergencia. Así que estamos listos para cualquier situación. Nuestros padres no sospechan nada ni nos preguntan del porqué de tantas heridas. Los padres de Eduardo viven separados. Su padre se fue con otra mujer y tiene más hijos; en cambio su madre no para de beber y llorar. Nadie la soporta. Qué mujer tan loca. Sólo su hermano se encarga de él. A veces lo lleva al cuartel militar y le enseña cómo usar armas cortas y largas. Dice que tiene puntería. También lo lleva de caza y le gusta matar perros, gatos o pájaros. Es un modo de probar su talento y desestresarse. En cambio los míos todo el día se la pasan discutiendo hasta que papá se cansa de mamá y la golpea hasta noquearla. Y al día siguiente papá le pide disculpas y mamá lo perdona y se encierran en la recámara para hacer el amor. Sus ruidos nunca dejan en paz a nuestros vecinos de la colonia Vacacional. Vaya que los odian. Ninguno más les ha vuelto a tomar la palabra. Eduardo fue el que propuso lo del juego. Lo vio en un video de TikTok. Así que decidimos probarlo todas las tardes después de las clases. Hasta ahora Eduardo lleva 17 heridas y yo 18. La de la costilla está profunda pero nada que sea grave. El reto final es en el cuello. Qué emoción que pronto habrá un ganador.
Cigarrillos
Sólo los lunes es cuando me da por fumar cigarrillos. Papá lo ignora porque siempre se encuentra fuera de casa debido a su trabajo. Al principio no me agradaba el sabor a tabaco, pero con el tiempo le encontré el gusto. Ah, qué delicia cuando arde, la primera calada. Y es entonces cuando comienzo a filosofar un poco sobre la vida. ¿Cuál es el objetivo de morirnos? ¿De verdad es hermosa la muerte? Mamá murió hace apenas ocho meses, justo un día lunes, cuando yo acababa de cumplir los once años. El cáncer de pulmón acabó con ella. De la noche a la mañana amaneció tiesa. Papá salió hasta la calle apresurado a solicitar ayuda, pero nadie en la colonia Vacacional se atrevió auxiliarlo. Y es que papá es judicial y a todos los vecinos los tiene amenazados de muerte. Su prepotencia no le permite mantener buenas amistades. Así que nada se pudo hacer al respecto. En lugar de festejar mi cumpleaños tuvimos un velorio. Nadie nos acompañó esa noche, los muy hijos de puta. Desde entonces no he dejado de fumar. A veces miro atentamente cómo lo hacen en las películas y luego lo intento yo. Qué bien se ve uno con el cigarrillo en la mano, expeliendo el humo con delicadeza, como actor de cine. Lo maravilloso de fumar es que siempre guardo las cenizas en la caja de mamá para que sienta la calidez de mi compañía.
Franco García (Guerrero, 1987). Economista por la UNAM. Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, Campos de Plumas, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.