Adelanto de “Hasta que te quedes sin alma”, de Elier Lizárraga Solís | Narrativa

Adelanto de “Hasta que te quedes sin alma”, de Elier Lizárraga Solís | Narrativa

Aquella noche Culiacán era un laberinto sin entrada ni salida. Un laberinto sin minotauro ni Ariadna, sólo edificios grises que se ciernen en la oscuridad de la noche para evitar que los hombres se pierdan y se vuelvan locos. Yo me encontraba buscando mi camino la primera vez que recibí la llamada. En mi celular no apareció ningún número registrado, sólo la leyenda «privado», indicando que quien llamaba no deseaba revelar su identidad.

―Diga ―respondí por reflejo.

No hubo respuesta.

―Diga ―repetí, sin éxito.

Sólo percibí una respiración. No se podía deducir fácilmente si se trataba de un hombre o de una mujer. Pasaron diez segundos sin que se escuchara una sola palabra.

―¡Diga! ―dije ya desesperado― ¡Si no me dice quién es, voy a colgar!

Durante dos segundos más, todo fue absoluto silencio.

―No quiero morir ―respondió finalmente la persona del otro lado.

―¿Quién es?

―Busco a Gregorio Martínez, me dijeron que es el mejor.

―¿A quién? Está equivocado.

―Por favor, no quiero morir.

Su voz temblaba. Dudaba. Como si las palabras salieran por la fuerza. Estaba seguro de que no era una mujer.

―Marque otra vez, se equivocó de número.

―No, tiene que ser usted…

Colgué. Me disgustó que me hablaran ya entrada la noche, pero con los minutos algo creció dentro de mí. Una especie de intriga, consumiéndome. Como si esa llamada se tratara de algo fundamental y la hubiera rechazado. O más bien rechacé la posibilidad de conocer algo nunca antes visto.

Era imposible devolver la llamada y cuestionar a esa persona. «¿Será alguna clase de broma?», pensé. Decidí no darle importancia y me fui a la cama. Pero ya estaba lleno de dudas.

VIVÍA EN LAS AFUERAS DE CULIACÁN, cerca de la salida norte. Desde mi casa se veían las luces del centro y del desarrollo Tres Ríos. La zona se llenó de lugares para divertirse el fin de semana, pero no frecuentaba ninguno. Desde que mi novia murió ya nada importaba. Perdí mi trabajo, luego los amigos, y finalmente la familia.

Fui reportero durante varios años en La Antorcha, uno de los periódicos de circulación estatal con mayor peso. En aquellos años perdió credibilidad debido a que sus publicaciones eran explícitamente pro gobierno. Los periodistas locales luchaban por recuperar la tradición de antaño: la investigación. Seguían una noticia hasta sus últimas consecuencias, pero diarios como La Antorcha los hacían ver como peleles que únicamente buscaban complacer al mejor postor.

Reporteaba en la policiaca. Hacía toda clase de cobertura sobre hechos criminales. Asesinatos en su mayoría. Jornadas en las que se registraban hasta once asesinatos en menos de veinticuatro horas. Siempre tenía montones de trabajo.

Curiosamente fue gracias a eso que conocí a Alondra. Ella trabajaba para la Dirección de Servicios Periciales y Criminalística de la Procuraduría General de Justicia del Estado. Primero se convirtió en mi fuente, Dios sabe por qué. Un día se me acercó y me reveló un secreto sobre un asesinato.

―Hace días vino una señora a reconocer un cuerpo. Ella dijo que no, que no era él, pero los agentes le insistieron en que se lo llevara. Lléveselo, le dijeron. Es su muchacho, si nos firma ahorita se lo entregamos y mañana mismo lo puede velar. Resígnese, señora. Pero no, ella insistía que no, y de todas formas la hicieron firmar. La pobre mujer necesitaba saber que estaba muerto, y de plano se conformó con llorarle a alguien.

Eso me tomó por sorpresa, ni siquiera sabía su nombre. La pista era buena y decidí seguirla. La historia resultó ser verdad. Fue un escándalo por dos semanas en la Procuraduría. A todos los reporteros de policiaca les negaron el acceso a la Dirección de Periciales a partir de entonces. Busqué a Alondra y la invité a salir en agradecimiento, y con el tiempo nos hicimos novios. Durante mis buenos días en el medio también era corresponsal para un medio nacional que publicaba exclusivamente hechos criminales de todo el país. Un día, el editor en jefe de este medio vino a Culiacán a buscarme personalmente para que trabajara con él. Y así lo hice durante muchos años. Incluso gané un par de concursos nacionales. Fui ganando respeto entre otros periodistas como yo. Lograba un montón de publicaciones de manera anual, que me daban el dinero suficiente para vivir cómoda aunque no holgadamente. Mi trabajo absorbía mucho tiempo, así que me alejé de todo para dedicarme a ello. Deje de salir, de frecuentar a los amigos. Evitaba contestar el teléfono. Mi mundo era un documento de Word en blanco, lo cual me hacía sentir cómodo porque todo estaba bajo mi control.

 

LAS NOCHES POSTERIORES a la llamada fueron inquietantes; Miles de preguntas e historias se formaban en mi cabeza, apoderándose de todo. Conforme pasaban los días, el tiempo se volvía de goma, estirándose y retrayéndose a voluntad. Nada tenía sentido. Las preguntas no tenían respuesta. ¿Qué era lo que realmente buscaba esa persona? ¿Y si realmente estaba en peligro de muerte y yo era el único que podía salvarlo?

La llamada se convirtió en una obsesión. Decidí no apagar el celular durante las horas de sueño, no fuera a ser que la persona llamara otra vez. Incluso una vez dejé de dormir, pero no hubo llamada. La obsesión se volvió peligrosa. Dejé de escribir; de vivir. Incluso dejó de importarme la muerte.

Días de encierro y aislamiento vinieron con más preguntas. Si la situación se repetía, ¿qué iba a hacer? La persona preguntaría por Gregorio Martínez. Si le decía que estaba equivocado, ¿seguiría llamando hasta que le contestara quien buscaba? Y lo primordial: ¿qué sería de mi vida una vez que la llamada dejara de repetirse? Era un hecho que tomaría una decisión y esta desencadenaría otras de las cuales no conocía las consecuencias.

Y entonces pasó.

Mi celular sonó una noche antes de las once. Cuando vi que se trataba de un número privado, dudé en contestar. ¿Qué debía hacer? Todo mi mundo se cerraba en torno a lo que pudiera suceder. Me aislé para ya no tomar decisiones que afectaran la vida de terceros.

El aparato sonó durante minuto y medio.

No pude.

Los días pasaron y las hojas del calendario caían como mariposas muertas en medio de la nada. El mundo se detuvo. Mi mente también se convirtió en un laberinto de preguntas sin respuesta. Todo iba en caída libre, hasta que una noche…

―Diga.

Pasaron diez segundos hasta que la persona se atrevió a hablar.

―No quiero morir.

La conversación se iba a repetir.

―¿Quién habla?

―¡Ayúdeme!

―No puedo ayudarle si no me dice quién habla.

―¿Usted es Gregorio Martínez?

Diera la respuesta que diera, la vida nunca más sería la misma.

―Él habla.

―Por fin. Tengo semanas buscándolo. Por fin lo encontré.

―¿Qué puedo hacer por usted?

―Me han dicho que usted es experto en la muerte.

―Nunca he matado a nadie.

―No, perdón, en investigar asesinatos peligrosos. Me dijeron que usted no es como los investigadores de ahora, como los del gobierno, que no hacen su trabajo por miedo o porque no les conviene.

―No soy como los demás, pero no me ha dicho qué quiere.

―Alguien quiere matarme. Es una persona del pasado.

―¿O sea que usted conoce a esa persona?

―No. Bueno, no exactamente. Hace más de quince años que no sé nada de él, pero hace días empezaron a llegarme estas cartas.

―¿Qué clase de cartas?

―No puedo decírselo por teléfono, será mejor que nos veamos.

Todo se fue a la mierda.

―Sí, es lo mejor.

―Mañana mismo, a las diez en punto.

―¿Dónde?

―En el Bistromiró. A esa hora no hay mucha gente. Podemos hablar con calma.

―Muy bien, hasta mañana entonces.

―Por favor. No quiero morir.

No resistí más y colgué sin preguntarle su nombre. Me acosté apenas terminé la llamada. Mi cuerpo se soltó entonces, aunque no me sentí liberado. Las dudas crecían, pero la presión abandonó mi cuerpo. No tenía idea de lo que iba a pasar después. No importaba, era una llamada falsa.

Me invadió el sueño. A medida que avanzó la noche las dudas se fueron acumulando. Las preguntas continuaban sin respuesta, pero un camino empezó a vislumbrarse entre la niebla. El laberinto no tenía entrada ni salida.

CUANDO DESPERTÉ olvidé lo que había soñado. Me levanté de la cama, tomé un baño, me preparé un sándwich y un jugo de naranja. Me gustaba desayunar ligero para ahorrar tiempo y seguir escribiendo, pero en aquella ocasión haría algo diferente. Cuando terminé, tomé las llaves del Ford Focus del 2006, y me dispuse a salir, aunque aún faltaba una hora para el encuentro.

Solía llegar antes de lo acordado a mis citas para preparar el terreno y que nada me tomara por sorpresa, por lo que salí en el momento justo. Mientras recorría las calles de la ciudad venciendo al mismo tiempo el tránsito y la pereza, continuaba esa sensación laberíntica:

Mi alma atrapada dentro de mi cuerpo, encerrado dentro del auto, que a su vez quedaba confinado en las calles; estas sólo llevaban a lugares dentro de lugares, y así Culiacán se volvía al mismo tiempo una ciudad atrapada dentro de un territorio mayor. Nunca estoy seguro de cuando entro o salgo de un lugar. La sensación de adentro siempre está presente.

Para ser la recta final de noviembre todavía se sentía calor y el sol se postraba inexpugnable en el cielo, amenazante, apabullante, indestructible. Los otros vehículos me impedían avanzar al ritmo que quería, por lo decidí poner un cd de Robert Johnson para no estresarme. Mis pensamientos se fundieron con la música. Le daba vueltas al asunto, pero no sentía la inquietud que hasta poco tiempo antes de la llamada me invadía. La desesperación se transformó en curiosidad, y fue esto lo que me llevó a seguir adelante. Parecía la farsa más grande de mi vida. Las preguntas continuaban. Una vez que me encuentre con él, ¿qué voy a hacer? Por otro lado, ¿por qué hacía yo estas cosas? No tenía ningún motivo para involucrarme en esos hechos. Mucho menos algo que me atara directa o indirectamente con esa persona que temía por su vida. ¿Cómo chingados me explico a mí mismo lo que estaba haciendo entonces?

Para convencerme, me dije que aquello era producto de una fuerza superior y fuera de mí, algo imposible de controlar. Y aunque no era un argumento lo suficientemente bueno, no había nada que pudiera hacer entonces. Era conformarme con eso o volverme loco buscando respuestas que no encontraría si no miraba bajo todas las piedras del mundo.


Elier Lizárraga Solís (Culiacán. 1986) Periodista en activo desde finales de 2010 y desde entonces ha realizado reportajes, crónicas y diversas coberturas informativas para medios nacionales. Ha trabajado en medios estatales como El Debate, el semanario Ríodoce, Revista Espejo y fue miembro fundador de La Pared Noticias, medio dedicado a la cobertura de hechos policiales. Actualmente es editor en El Sol de Sinaloa desde 2021 y colabora con El Sol de México al ser parte de la Organización Editorial Mexicana, la cadena editorial más grande de América Latina. En 2011 ganó el premio de Periodismo y Derechos Humanos organizado por la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Participó en el Encuentro de Escritores Jóvenes del Norte de México y Sur de Estados Unidos en 2008.