CUENTO | Dos, de María José Escobar
Cuando me hube dado cuenta eran inicios de la cuarentena. Perdí algo, es lo primero que dije en la sesión de terapia. Quiero pensar lo contrario, recalqué, que no es así, que otra cosa pasa. Casi lloré, pero cambié de tema. Estando yo siempre tan contenida, la terapeuta me miró como con resignación. Cerré la laptop y me quedé acostada un rato.
He pensado que la contemplación de un espacio saturado de color y objetos me ha contenido de agitar siquiera un miembro del cuerpo, fastidio mi mente de las cosas que observo y percibo. Incapaz de emitir sonido o hacer algo por sí mismo, mi cuerpo permanece en su comodidad acalambrada; me habla, sin embargo, quiere saber por qué hemos hecho esta pausa tan larga, como si fuéramos incapaces de movernos.
Desplazo mi alma hacia donde mi cuerpo no pueda tocarla. Algo está ocurriendo conmigo, me digo, la forma marchita de las flores de afuera lo comprueba. Resulta que flor y yo nos parecemos, con esa comparación hago el intento de menguar el agujero que se forma tras la costilla cuando la terapeuta, o cualquiera, pregunta y pregunta.
Sostengo mi terquedad, doy largas y me voy por las ramas. A veces, cuando las olas reminiscentes de color se apoderan de mi visión, trozos de añoranza se proyectan sobre los objetos que miro, no tiene sentido porque nada guarda remembranza con ella. Estando en pandemia, me dije, es normal ensimismarse y es preferible no tomarse personal el comportamiento del otro, por eso no me percaté del distanciamiento tan evidente.
¾Te explico: a cierta hora del día, con cierta luminosidad y posición del sol, me fijo en el espacio que el cielo tiene para las nubes y, al mismo tiempo, las formas y dimensiones que su luz proyecta desde la enredadera, entonces me pongo triste. Sé que no soy la única, pero me pasa. La sombra es espesa, los trazos de hojas sobre la tierra se mueven rítmicamente con el viento. Las nubes, luego dispersas, siguen su curso o desaparecen definitivamente. Pero esto que miro ahora o que miré un tiempo anterior son cosas que no volverán a sucederme. Una cualidad de la vida tan común que no deja de afligirme.
La escucho suspirar y dejar su libreta de lado.
¾Necesito que te concentres. Imagina esto: como si te hubieran amputado un miembro del cuerpo¾ me dijo. ¾Piénsalo así, si te pido que me des tu ojo, ¿no te costaría soltarlo? ¿No te aferrarías a él con tal desesperación que…?
¾Claro, porque es parte de mí, de él depende uno de mis sentidos.
Pero no me explayo en la respuesta. Es más, me fijo en otras cosas, en lo literal de su pregunta. ¿Y para qué querrías tú mi ojo? ¿Uno solo? ¿Por qué no los dos? Toma, te los doy, no los necesito. Las cosas que me gustan me las he grabado de memoria: paisajes, personas y horas favoritas del día. Lo que me importa ahora, no obstante, son el tacto y las sensaciones más propensas al olvido; me quedaría con los abrazos recibidos y los llantos compartidos, el entendimiento.
¾Tiene razón al querer cortar todo lazo conmigo ¾le aseguro en otra sesión, buscando que, con esa resolución de mi parte, demos por sentado todo lo relacionado.
Asevera, con razón, que continúo evadiendo y podríamos adentrarnos más. Yo me reacomodo en la cama y cambio la posición de la laptop para que me mire desde abajo.
¾He llegado a pensar que estaba enamorada de ella.
¾Eso mismo te iba a sugerir.
¾Pero no, estoy segura de que no. La quería y me preocupaba, eso sí, muy a mi manera.
¾Una amiga a final de cuentas ¾sentencia, anotando algo en su libreta.
Hace años, durante las vacaciones de invierno de la preparatoria, pretendí no verla cuando me saludó a lo lejos con una sonrisa amplia. No recuerdo nuestro intercambio de palabras, mucho menos mis excusas, sólo su sonrisa persistente. Ocurrió una decena de veces más y de distintas formas; cuando la alejaba porque me abrumaba su melancolía, cuando mostraba mi crueldad frente a otra gente, cuando me escondía. Algunas semanas después le mandé un mensaje: perdón por esto y aquello. Palabras cínicas y escuetas que ella aceptó.
Cuando no la trataba mal, nos reíamos y nos consolábamos al llorar. A veces caminábamos juntas hasta la parada del autobús y hablábamos de cualquier cosa. No la felicité cuando quedó en la universidad. Aún así, la visitaba en su facultad de vez en cuando y, aunque comenzábamos a trazarnos caminos distintos, seguíamos riendo.
Creo recordar cuándo fue la última vez que nos vimos, estábamos rodeadas de otras personas que conocemos y nos conocen. No hubo mucha conversación, tan sólo un despido caluroso no sabiendo que sería el último abrazo y frases de aliento compartidas: “que te vaya bien”, “cuídate”, “te quiero mucho”. Luego empezó la cuarentena y era entendible el alejamiento, hasta que fue innegable. Más tarde, decidiría que ya no me quería más en su vida.
No volví a saber de ella. Por eso la sueño a veces, por todo lo pendiente. Siempre son sueños que lastiman apenas abro los ojos.
Hay uno que persiste en mi memoria: estoy en una fiesta en el departamento de alguien a quien me inventé con un montón de personas inventadas. La veo ahí, en su falsa presencia, se ríe conmigo, borrachas ambas, nos abrazamos, nos queremos, nos aferramos a nuestro entendimiento mutuo; le digo que la quiero, que ojalá nuestra separación no hubiera sido así, que, ojalá, hubiera sido otra yo, de esa forma volveríamos a ser una y no dos. Luego de las carcajadas y la catarsis queda un cuarto iluminado conmigo en el medio, ahí sostengo un vaso lleno de algo que no me importa.
Eso, entonces, es evidencia de lo que ya no está.
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María José Escobar (Querétaro, 1998). Licenciada en Letras Hispánicas. Ha participado con cuentos breves y microficciones en números de las revistas de difusión literaria Ibídem, Oropel, Hipérbole Frontera y Tintero Blanco.