“Duérmete niña, duérmete ya”, cuento de José Santiago Marcías Cabrera | Brujas&Cholitos
“El más antiguo e intenso de los miedos
es el miedo a lo desconocido.”
P. Lovecraft.
Cuando niña, Camille se había habituado a los cuentos de fantasmas y aparecidos que su hermano Augusto, el que nació primero de los dos, leía para ella todas las noches. Recitaba fragmentos de Poe de memoria y conocía minuciosamente la intrigante cantidad de primigenios construidos por la imaginación psicótica de Lovecraft. Todo aquello formó, con el paso de unos cuantos años, su personalidad: una especie de Quiroga fémina con fisonomía idéntica a la que Marguerite Gautier hubiese tenido en su infancia. En ocasiones, se abstraía durante periodos largos, con o sin público, haciendo cualquier cotidianidad; ya fuera en la biblioteca escolar o a la hora de la cena. De Augusto hay poco que decir. Rondaba los veinte años, hacía turnos completos de librero en una librería a la que nadie iba, devoraba libros enteros en pocos días, idolatraba a Walt Whitman y conocía parcialmente a Maupassant. Ambos habían crecido sin padres. Con él, Camille era distinta. El exterior le parecía aterrador, y aunque rehusaba vivir en él, era bastante conocida por las miradas ociosas que habitaban allá afuera.
-Preciosa gótica-, murmuraban de ella los labios de algunos varones colegiales, acomplejados por aquello que nadie conoce pero que siempre se impone a los masculinos en edad escolar. Poco importaban esta clase de insinuaciones para un ser tan ocupado como Camille. Al menos no, hasta que El Arcano apareció en su breve vida. Aquél comenzó a seguirle, primero de lejos, adonde quiera que ésta fuera dentro de los muros de la escuela; mas poco a poco se fue acercando a la mujercita hasta lograr tenerla a dos dedos de él. Aquella tarde, la primera de muchas, conversaron bajo un naranjo, que tenía sus hojas tan amarillas como un cuaderno viejo por ser otoño, acerca de las diferencias literarias notables entre los cuentos de Ligotti y los de Conan Doyle: el particular personaje, que para entonces ya se sabía amigo de la niña, podía saborear el dulce gusto de tener la certeza de que ahora la confianza pura de la muchacha era suya. El Arcano era tan desconocido para Augusto, como lo fue luego para Camille. Después de clases, ella se apresuraba a comer cualquier cosa para salir de casa y volver al menos dos horas luego de que el sol se pusiera. Cuando esa extraña rutina que su hermana seguía se perpetuó, Augusto la cuestionó; Camille respondió, mencionó vagamente a su nuevo amigo, lo nombró y describió, pero no lo suficiente como para permitirle a su interrogador idearse cómo sería aquél muchacho ni de dónde habría salido, así que éste, pasada la conversación, se limitó a asignarle el símbolo que su imaginación le había sugerido sin saber por qué: debía parecerse demasiado al personaje pintado por Goya en “Que viene el coco”. ¿Cuántos días habrán pasado desde que Camille y El Arcano se conocieron e iniciaron sus ya acostumbradas pláticas vespertinas? Ni siquiera Augusto lo sabe, o eso mencionó, con ánimos de evadir la pregunta, la última vez que lo vi.
De aquellas cosas que se aprenden desde niños y permanecen con uno hasta la muerte, Camille aprendió una: luego de narrar el cuento y darlo por terminado, Augusto entonaba un estribillo conocido por cualquier oído, aquel que dice “duérmete niña, duérmete ya, que viene el coco y te comerá”, para luego quedarse sumida en un profundo sueño.
Esa semana Augusto hizo turnos dobles en la librería que, raramente, aumentó su movimiento y recibía libros en cantidades exorbitantes provenientes de bibliotecas de coleccionistas que para entonces estaban a tres metros bajo tierra. Camille y El Arcano se hicieron inseparables durante los últimos días. Fue un miércoles. Augusto volvió a casa más tarde de lo habitual, pues había tenido que ordenar una docena de enciclopedias francesas a placer del tiránico dueño de la librería. Se acostumbró a encontrar la puerta de roble cerrada y a su hermana durmiendo pesadamente por efecto de las largas horas que pasaba conversando con su amigo desconocido. Esa noche dio por hecho todo aquello. Sin saber de razones, entonó el estribillo de siempre una, dos, tres, seis, diez, infinitas veces; encaminó sus pasos hacia el dormitorio, tocó la puerta mecánicamente en tres ocasiones pero dentro nada, sólo el sonido de la lluvia golpeando el cristal con violencia. Volvió a llamar. De nuevo nada. Empujó la puerta: la cama estaba vacía.
Tomó una linterna con la mano izquierda, recorrió las tres habitaciones de la casa, la cocina, el jardín lleno de hojas secas, subió las escaleras tres veces; revisó el armario, vio un reflejo –el suyo- en el ojival de la gran ventana central, se sobresaltó, no halló a nadie. Salió a la calle, gritando. Voces ignotas zumbaban a lo lejos, los ladridos de los perros nocturnos se unieron a sus gritos. La tormenta estaba en su punto más álgido, y el granizo que caía esa noche le hizo comprender la desgracia. Había perdido a su hermana. Algo o alguien se la habría llevado. Pensó en ese a quien Camille llamaba “amigo”. Un sudor frío y amargo le empapaba la frente, olvidó cual era el nombre de aquel extraño y le nombró “El Arcano”. No sabía nada más de él. Caminó hasta que las primeras luces del día comenzaban a despuntar. Así lo hizo durante una semana, tres meses, cinco años… pero nada. Algo había desaparecido a Camille, la niña semejante a Marguerite Gautier, la “preciosa gótica”. Augusto sólo sabía una cosa: no fue el coco de aquella vieja canción espanta niños con que le arrullaba, ni el hombre del costal, ni algún sacamantecas ni las brujas. Jamás volvió a tener noticia de su hermana ni de El Arcano.
Mantuvimos cierta correspondencia durante tiempos posteriores. Siempre lloraba cuando me relataba la desaparición de Camille, pero sus lágrimas cesaban repentinamente para luego mostrar un rostro pasmado con la mirada perdida. Comenzaba a padecer de terrores nocturnos. Le perdí el rastro. Dicen que se suicidó en el sanatorio mental al que llegó después de diez años de andar buscando a su hermana. La causa de muerte: defenestración al estilo de Deleuze, lo más extraño del caso: dentro del psiquiátrico había un recluso temido en demasía por el resto, nadie sabe de dónde llegó ni a qué nombre respondía, sólo le conocían como “El Arcano”.
José Santiago Macías Cabrera (Puebla, 2006). Estudiante y escritor de medio tiempo. Aficionado de las letras, lector empedernido y poeta preparatoriano. Ganador de diversos certámenes estudiantiles en las disciplinas de poesía juvenil y declamación. Poemas y ensayos de su autoría han sido publicados en las revistas literarias Enpoli, Hipérbole Frontera, Irradiación, Periódico Poético y Alcantarilla.