Puedo escucharte, cuento de Carolina Vega | Brujas&Cholitos

Aquella era una noche oscura y fría en la que toda la familia se reunió puntualmente en el interior de la cabaña más cálida de la hacienda. La habíamos encontrado bastante tiempo atrás, por lo que —ante la ausencia de cualquier otro inquilino— cualquiera habría dicho que era ya de nuestra propiedad. La construcción fue hecha con palma seca, madera y ladrillo de barro, y a pesar de ser simple, siempre nos pareció grande y acogedora. Sin embargo, esa noche fue diferente. Al llegar nos encontramos a otra familia recostada en medio del cuarto, compartiendo los tres: padre, madre e hija, una cobija apenas suficiente para cubrirse los hombros. Aunque nadie nos avisó, supusimos que llegaron escapando de la nieve y ese lugar había sido lo mejor que pudieron conseguir para evitar acampar en el exterior, a merced del campo, en una zona que sólo se conectaba a otros pueblos por medio de la carretera. Jamás tuve la oportunidad de ir tan lejos, pero amigos míos me platicaron su experiencia y, bien sabíamos, lo mejor era que se fueran al día siguiente con la luz del día. Es así que no hicimos esfuerzo alguno por llamar su atención o despertarlos y, al contrario, nos vimos en la penosa necesidad de compartir los aposentos con ellos, aprovechando por supuesto que, para nuestra suerte, existía suficiente espacio en la parte alta de la cabaña.

Después de algunas horas de completa calma, el hombre que dormía abajo comenzó a roncar, ocasionando que uno de mis hermanos, el más juguetón, se le ocurriera moverse más de lo normal para molestarme. Al cabo de unos segundos, sus golpecitos constantes me hicieron perder el ápice de paciencia que guardaba conmigo, obligándome a regresar un empujón en busca de emparejarme con aquellos que ya me había propinado. Como no dormíamos en colchones, sino suspendidos en el aire mediante camas tejidas por mis propios padres, la inercia del golpe me hizo mecerme en dirección contraria, rodar de la cama y caer en picada hacia la zona donde la familia desconocida dormía.

De esta manera, sin querer —Dios sabe que no fue mi intención— caí en un agujero profundo que jamás había visto y del que no entendía bien cómo salir. Todo era oscuro y pegajoso, pues había una sustancia semi sólida que impregnaba las paredes y por más que me movía no lograba quitármela por completo. Al instante la niña empezó a gritar y moverse como si la demencia le hubiera invadido, despertando —como no podía ser de otra manera— a sus padres y a gran parte de la hacienda. En un principio no entendí en absoluto la razón de su escándalo, pues me vi ocupado en la necesidad de escapar de aquel espacio tan estrecho y maloliente, donde además me encontré con un inquietante problema: mi cuerpo se encontraba atascado, por lo que no tenía forma alguna de salir dando reversa. La única opción fue ir hacia adelante, despacio, tocando las paredes y tratando de no caerme por el exceso de ruido que parecía venir de todas partes. Pronto me percaté de que se trataba de un camino recto, sin más pasillos, con una pared en el fondo recubierta de más viscosidad.

Los gritos de la niña siguieron y se incrementaron con fuerza. Era tal la inquietud, que se golpeaba frenéticamente la cabeza contra el suelo y no era capaz de formular una sola frase con sentido. De un momento a otro, encontró una botella de agua, la desenroscó y se encargó de sambutirla una y otra vez, con descansos fugaces. Por mi parte, a pesar de sentir el agua cortarme la respiración, pude soportar bien las embestidas sujetándome de las paredes con toda mi fuerza y el buen agarre de mis uñas. De esta forma, la sustancia que me envolvía con anterioridad, aunada a la resistencia de mi cuerpo, me permitieron sobrevivir a la furia desmedida del oleaje y, finalmente, —aun gritando, asustada y enloquecida— la niña intentó ayudarme a salir, pero no hubo forma. Sus manos eran incapaces de alcanzarme y yo era incapaz de girar. Por eso, como dije, la ansiedad me obligó a escarbar para buscar salida al frente, la única dirección en la que podía ir, la cual, para mi mala suerte, era el lado equivocado, pues detrás de mí logré visualizar apenas un destello de la luz del foco. Aquella que me había estado abrigando con su calor y su espléndida luminancia durante meses, se encontraba ahora muy lejos de mí y yo tan lejos de ella.

Cuando finalmente fui capaz de cruzar la pared, la marea ya había cumplido con el objetivo de atontarme. Aun podía luchar, pero con cada movimiento la niña soltaba más y más alaridos que empezaban como gritos y terminaban como murmullos y ecos incesantes. Ambos —cansados de quemar tanta energía— nos hablamos exhaustos en un idioma que sólo el silencio puede entender. Me la imaginé con la botella de agua terriblemente aplastada en la mano, el rostro empapado, los mechones de cabello pegados y desgreñados, los parpados entrecerrados y la boca abierta, lista para volver a gritar ante cualquier movimiento.

Mi familia no dijo nada, ni siquiera hizo intento por intervenir, pero los padres de ella no paraban de hacer una orquesta de sonidos increíbles, que después de unos minutos, culminaron con la voz de otro sujeto que se unió a ellos para alumbrarme en la oscuridad y —tras comprobar que no había manera de salvarme— decidieron limpiar la zona y cubrir la salida con rocas blancas de olor espantoso. Ahí supe que mi pelea empezaría a menguar. Me aferré a la vida lo más que pude, pero los gritos de la niña —ahora menos fuertes e inquietantes— retumbaban en mi cabeza en forma de una jaqueca intolerable. El olor me cegó. No tenía manera de retirar las piedras si no era capaz de retroceder y no había en mi cuerpo suficiente energía para avanzar. Es así que, aprisionado, pegajoso y sin aire, me dejé caer y fui envuelto por completo en esa sustancia que, gracias a la momentánea ráfaga de luz, visualicé con un translúcido color café, pero con un olor más soportable que aquel otro que ahora debía darme fin.

En la cabaña sólo quedó un tendido empapado de agua rojiza y una botella aplastada. La niña —incómoda por la aspiradora que le habían introducido— finalmente descansó de mí y, así como se enseña un trofeo digno de una foto, sus padres me mostraron asqueados y aterrados, pero victoriosos. Pronto borraron su sonrisa y me descartaron a la basura envuelto en asquerosidad, con las extremidades manchadas de sangre y varias patas menos que mutilaron para poder sacarme, pues al haber quedado agarradas a la piel, era más fácil retirarlas por separado. Luego de eso y antes de que nos alejaran para siempre, la niña volteó a verme en un último vistazo con aire de miedo y curiosidad. Detrás del cuerpo robusto y ponzoñoso, ella fue capaz de sentir pena por mí, pues en el silencio nos dijimos muchas cosas y nos pusimos a mano. Al final ninguno de los dos era culpable, y por un accidente, ella me había quitado la vida y yo, —aquella noche en la cabaña— sentí tanta desesperación por salir, que terminé reventándole un tímpano.