El incendio del espíritu, por Julio Zatarain
El gusano que le roía la tripa, ahora le roe los sesos. No sabe si despertó en la silla o nunca durmió. Observa la peluca en el piso, enseguida del cinto amarillo. Se rasca la pierna, no parpadea, palpita, sofoca los gritos en lloriqueos leves. Tiembla su quijada. Logra escuchar pájaros afuera. Mira el reloj en la pared: cinco veinte. Vibra de frío. Quiere ponerse de pie, pero la silla lo hunde.
El olor de la mesa lo distrae: porros chamuscados, latas vacías de Pacífico amarilla, un bolillo con crema, mordido, y medio chile jalapeño. También sobre la mesa estaban las zapatillas, sin brillo. Intenta recordar. Con esfuerzo titánico se pone de pie. Un vendaval le pica el rostro como agujas de hielo. Su desconcierto se duplica porque su casa, un cuarto de diez metros cuadrados, no tiene ventanas. Necesita aire.
El otoño que parecía verano es ahora un invierno liviano. Oye un gallo en la lejanía y sigue pensando. Hace recapitulación de los hechos: primero me fui a la chamba… Y mira el cuerpo desparramado en su cama. Huele la humedad sulfurosa, vestigios de humos metálicos. Al fin logra levantarse de la silla y se postra frente a la espalda morena llena de líneas doradas, como si esa persona, o ese ser, tuviera sangre ocre. La quiere tocar, pero no se atreve.
¿Quién era realmente este bulto descarnado e inanimado en su casa? Sabe que es demasiado pesado, o pesada, para él. Algo le dice que no debe hacer lo primero en su mente: sacarlo y huir. Sino algo más. Algo que se esconde entre sus recuerdos como una salida oculta, una respuesta. Cierra los ojos: …abrí el taller y él –o ella– llegó temprano.
Lentes oscuros, tacones y cabello rubio. Parecía brillar: cadena al cuello y esclava en una muñeca. Sonriente, radiante. Pantalón blanco y bolso abultado. Traía una camioneta negra. ¡Buenos días! La vio desde el cuarto de herramientas, mientras buscaba una palanca: nalgas regordetas y un chillante chaleco rosa. ¡El motor hace un ruido!
De inmediato le extendió las llaves, que pendían de un alambre en forma de alacrán. Él acarició la ponzoña y enseguida recordó Durango, por las viejas travesías de su padre, cuando lo obligaba a recolectar plantas. De sólo pensar en Durango me da frío, dijo ella, misteriosamente. Se quedó sin palabras, ¿estás dentro de mi mente? Cruzaron miradas por unos segundos y sus rostros fueron acercándose, tonalidad menor y tambores, como escena tensa de película, hasta que ella interrumpió ¿qué pasa? y apuntó a la pared, donde colgaba un calendario y en él un anuncio turístico de montaña con nieve: ¡Visita Durango!
Dejó la camioneta en el taller y por la tarde, volvió en un taxi, hablando por teléfono. Te cancelé la tarjeta porque dijiste que no irías hoy. ¡Jódete! Él la observaba frente al calendario. Buenas tardes, dijo al fin, más calmada, y se quitó los lentes. No parecía mujer y tampoco hombre.
Se puso los lentes de nuevo y lo analizó: flaco y larguirucho, las venas de sus brazos le saltaban, nudillos gordos y dedos largos. Le gustó su cara de idiota: cachetes hundidos y ojos dormilones, de mariguano. Le propuso trabajo y él, sin tener mucho en qué pensar, ni qué hacer, al escuchar la paga, aceptó.
Subió a la camioneta con el pulso arrítmico. En el camino observaron callados el paisaje de casas inacabadas, perros enfermos, niños descalzos, música ranchera y polvo. Ella marcó por celular una y otra vez hasta que contestaron. Ya tengo quién saque tu trabajo, ¡animal! No quiero que te aparezcas, ¿oíste?
Llegaron a una casi mansión, elegantemente minimalista. El portón blanco se abrió y tras encerrar la camioneta, se encendieron las luces y notó que la cochera era del tamaño de su casa. Vio su pantalón lleno de grasa y dudó en entrar. La inmensidad lo minimizaba. En silencio lo llevó a un closet lleno de distintos pantalones y camisas. Al fondo, junto a la cocina hay un baño completo, con lociones y gel, por favor aséate, luego subió y no bajó sino dos horas después, mientras él, ya trajeado, peinado y perfumado, esperó en la sala viendo la enorme televisión.
Sonó el portazo de arriba. Los pasos, bajando las escaleras, le dictaron cara a cara su destino. Ya no parecía la misma persona. Se puso puntos plateados en los cachetes y la frente, ojos púrpuras con difuminado amarillo en los párpados, enormes pestañas. Una mano al pasamanos y otra a su pelo, ahora rojo, con dos mechones en forma de cuernos y una cascada lacia delante de sus hombros. Le pareció más alta, como del tamaño de su patrón, dueño del taller, un anciano de metro noventa; y con labios más gruesos, de modelo africana, rojo carmesí. Vestía una floreada camisa interior, cubierta por un chaleco de dos plumas y cinto amarillo. En una pierna, entre las zapatillas brillantes y su falda roja que parecía estar bañada de glitter, relucía el tatuaje BONITA. Lo único que le quedaba desde la mañana era la esclava en su muñeca. Se sacudió el cuello, rodeado por un collar de perlas. Vámonos, corazón de melón.
Casi temblaba. Enigma e ignorancia igual a sudor. En el silencio de la camioneta, la veía de reojo y pensaba qué tipo de mujer era. Tranquilo, corazón. Se carcajeó, sacando de la guantera una caja de cigarros. ¿Eres feminista o algo así?, se atrevió a preguntar. Cariño, este cuerpo desobediente y desbordado no cabe en los vestidos del feminismo. La volteó a ver extrañado, sin lograr comprender. ¿Nunca habías visto a una Drag? No sabía qué era eso y apretó el volante, dispuesto a manejar callado. Ella soltó otra carcajada. Yo los amo, hermoso, son las personas más perfectas.
No dijo nada más, total, sólo iba a ser el chofer y estaría detrás de ella durante el evento, cargándole el suéter, llevándole agua, whisky, algún cigarro, un pase de perico. Son diez mil pesos, pensó tragando saliva, puedo con eso. Dinero que necesitaba para el motor del carro que iba a armar.
Tomaron la carretera internacional hacia el norte. Antes del peaje, se desviaron a una calle donde todo estaba cubierto de polvo. Pasaron algunas bodegas y llegaron a Broadway, un salón de eventos con luces moradas y bardas altas.
Se detuvo en la garita de entrada y el guardia pidió su identificación. Ella se abalanzó desde el asiento de al lado. Marcos, soy yo. Lo sé, Miss, pero a este sujeto –apuntó a él– no le permiten estar aquí. Necesita registrarse con el jefe. ¡Dile a Pedro que viene conmigo, que no sea mamón y me deje pasar! No me refería a Pedro. Hablo del jefe de mi jefe, Miss. Pinche Jesús. Hágale como quiera, pero no le voy a abrir.
¡Chingada madre! A ver, deja le marco al idiota ese. Él no sabía qué estaba pasando. Entre la pequeña discusión, se preguntó ¿qué hago aquí? Extrañó la paz de su casa: una cerveza, fumar mariguana y no hacer nada: oír música, ver tele, lo que se le antojara, sucio, semidesnudo y sin ocupaciones. Óyeme animal, traigo a un nuevo valet, dile al Jesús que me deje pasar. ¿No? ¿Quién te dijo? Al contrario, a esos perros les pago por adelantado. No les creas. Sé que es tu trabajo, pero yo te puedo chingar, Pedrito. ¿No? Qué cabrón el Moisés. Colgó y le hizo una señal para que retrocediera con la camioneta.
¿Ahora a dónde vamos, Miss? No me digas, Miss, cariño. ¿Cómo te llamas o qué? No lo sé, tú dime. Pues no sé. Dime Yajaira. ¿Sí me vas a pagar, Yajaira? Sí, corazón, pero mejor no me digas así, suena a puta de cantina, dime Belcebú. Supo que había escuchado ese nombre en algún lugar, alguna canción, pero no pudo recordar dónde. Siguió manejando. Vamos a comprar unas cosas y luego me llevas a mi casa. ¿Qué te gusta? ¿Mota, cristal o perico? Él sonrió complaciente.
Llegaron a un local donde sólo había humo y una canción de rap. Ella bajó y volvió con una hielera. Traje el paquete “frontera”, corazón de melón. Arrancaron y de nuevo en la carretera, prendió un porro y él, tranquilo por dar la noche como terminada, fumó en confianza.
Su boca se le llenó de un sabor a menta y azufre. Lo hizo toser, dos, tres veces, con fuerza. Sintió que los bronquios se le cerraban, pero no, ella lo calmaba con una palmada en el hombro y volvía a respirar tan puro como en un bosque. Claro que es mota, corazón, le dijo, anticipando su pregunta. El corazón casi le salta. La miró de nuevo sin palabras: ¿sí está dentro de mi mente?
Se detuvieron en un semáforo y enfrente apareció el amanecer: sol y pájaros. Un instante después volvió a oscurecer: estrellas y grillos. Se talló los párpados y seguía amaneciendo y anocheciendo. Cerró los ojos, un pellizco, a ver si así despertaba del sueño. Nada: amanecía y anochecía. Despreocupada, con el rostro de venganza hacia un tal Moisés, lo vio sudando y le tocó el hombro: está en verde, avanza. Mareado, aceleró lentamente y notó cómo el camino se fue elevando como si subiera una resbaladilla. La calle subía y no dejaba de subir. La aceleración era la correcta, los frenos funcionaban. Sudaba aún. No encontró razón para detenerse. Siguió adelante y de pronto dejó de sentir las llantas sobre el pavimento. ¿Estaría volando? El paisaje de estrellas pasaba a su lado.
Hasta ese punto le llega el recuerdo. ¿Qué tenía aquel porro? Se pregunta, dando vueltas frente a la cama. Cierra los ojos y logra recordar una voz, no la de ella, diciéndole hazme cruzar el camino, ya me esperan. Retrocede y busca pistas en la cocina, en el baño. Nada. Ni sangre ni cuchillos ni cuerdas.
Mira el crepúsculo bajo la puerta. Frente a sus ojos aparecen más palabras. Quema todo, antes que aparezca la luz. Vuelve a sentarse, ahora con un conocimiento nuevo. Lo recuerda. Bajo el fregadero había unos botes de plástico. Oye la risotada de los camioneros que llenan sus tanques en la gasolinera de la cuadra de atrás. Oye también a los pájaros. Si no la luz vendrá por ti. Lo piensa una, dos, tres veces y en menos de veinte minutos se encuentra empapando de gasolina la espalda lacerada. Al fin terminaba su estancia en ese lugar, ella misma lo había dicho, te pagaré bien y si vienes conmigo tendrás otra oportunidad. Levanta de la mesa los cerillos. Luz en movimiento. Se queda viendo el fuego, limpísimo, calentándole el rostro. Huele esencias florales y luego azufre. Finalmente, escucha en su mente el último paso y la misma voz le da la bienvenida. Mira la luz del sol bajo la puerta, avanza lento hacia él, y antes de que lo toque, se lanza un clavado a la cama ardiente.
Julio Zatarain (Mazatlán, 1990) Músico y comunicólogo. Durante el periodo 2017–2018 fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en la disciplina de novela. En 2021 gana el Premio Nacional de Cuento José Alvarado convocado por la Universidad Autónoma de Nuevo León, con el libro de cuentos “En qué piensan los gusanos cuando tienen hambre”. Ha publicado cuentos en las antologías Ráfagas de nombres (Colegio de Sinaloa, 2014). Cuentos desde la orilla (Andraval Ediciones, 2018) y Álbum Negro (Instituto Sinaloense de Cultura, 2018). Ha publicado también en diversas revistas como Tierra Adentro, Timonel y Poetómanos. Cofundador del Colectivo La Ballena Literata y Revista Alcantarilla en Mazatlán. Fundador y organizador del festival de literatura “Las Voces del puerto” y del “Festival del Horror en las Artes”. Actualmente imparte clases de batería, es encargado en comunicación social del Museo de Arte de Mazatlán y editor de la revista médica ADN Magazine.