Estas tristes ocasiones, por Cristian Felipe Leyva Meneses | CUENTO

Estas tristes ocasiones, por Cristian Felipe Leyva Meneses | CUENTO
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El frío de la noche le agudizaba el hambre, al buscar en el fondo del morral solo halló envoltorios y papeles sueltos. Se rehúsa a aceptarlo, abre todos los bolsillos, voltea la faz de la tela, mueve las cremalleras, sacude con fuerza. Que cayera un pan viejo, un billete, alguna moneda. Nada. La plata se ha terminado. La comida se ha terminado. La incertidumbre se le aproxima y tiene sombra de hambre. Respira hondo, porque es importante respirar correctamente, hay que guardar la calma. Inhala… uno… dos… tres… guardar la calma, sí, y contar. Retener, exhalar. No se puede respirar muy rápido porque se hiperventila, se toma tanto aire que este ya no hace efecto, se esfuma dentro del cuerpo, a diferencia del hambre que es irremediablemente expansiva. Tampoco se puede respirar muy despacio porque se cae en la hipoxia, se toma tan poco aire que este ya no hace efecto, y lo que sigue a eso es el desmayo, como un computador que se reinicia, pero es el cerebro ahogado, entumecido ¿habrá alguna forma de reiniciar el estómago para que quede libre del hambre?

Voltea la goma espuma, acostarse, eso le haría bien. Un buen dormir quita los males, silencia las voces y sus sombras, aunque nunca ha sido fácil conciliar el sueño en la intemperie. El sitio parece seguro, pero nunca se sabe. La seguridad es lo primero, conserve su distancia, decía un anuncio en el enrejado, aunque las varillas estaban bien amarradas a los andamios, sí, allí no había peligro, porque era una obra de construcción en un buen sector de la ciudad, apenas si se levantaron unos muros rústicos y patéticos, pero era una obra al fin y al cabo. Cerró los ojos, pensó en Dios pero aquello no le tranquilizó. Quería dormir porque ya no sabía tener miedo. Superado ya estaba ese episodio del centro, cuando quedó inconsciente durante dos días, y al despertar no tenía nada de nada, ni siquiera la ropa ni las heridas que le sangraban. Fue un renacer indecoroso, pero qué se le iba a hacer.

Qué difícil es ser una mariquita desahuciada, se dijo al fin. Y con tal afirmación rompió con el silencio que le acompañaba desde hacía tantísimas horas. Una leve risa, atravesada por un mayúsculo llanto, las lágrimas arrastraron el maquillaje y la mancha fue tan fría como la noche que se instaló en su cara; supo entonces que tendría que volver a las viejas costumbres. Los remordimientos la habían asediado durante las noches anteriores, pero ahora todo era distinto, podría decirse, un caso urgente. La fatiga y el hambre no daban cuartel. Da igual, se dijo después de un rato, solo una vez más. De todos modos es un buen sector, no va a ser tan difícil.

Cuando amanece el suelo se calienta de a pocos, empieza como un hormigueo que hace cosquillas, pero luego de unas horas se transforma en un ardor que te sofoca las carnes. Es todo un reto, permanecer serena y optimista cuando el sol te pega con su luz brutal. Hay días que invitan a violentos impulsos, a decir qué putas me estás mirando tanto las tetas, acaso estás buscando lo que no se te ha perdido; ella duerme, como ya se ha dicho, refugiada en una obra que solo se conforma de unos cuantos rústicos y patéticos muros, sueña con serpientes, con canciones pop cantadas por ángeles que tienen la apariencia de estrellas del porno, con banquetes ofrecidos por un octogenario en la víspera de su muerte. Sueña porque no hay otro remedio para su cerebro entumecido entre la hiperventilación y la hipoxia. Y soñará hasta que el sol del amanecer empiece a dorar su piel como se doran los alimentos que nunca come.

Un charco límpido, una cara que se friega la mancha de la noche y un trozo de estopa blanca que sirve como toalla. Ella sabe que tiene que volver al juego, al negocio, a darle a la cosa. Aunque no le guste saber nada de esas tristes ocasiones. A veces está tan sola que piensa que no existe. Y si es una marica irremediable, una enferma mental u otra victima de la inanición crónica, pareciese que al mundo no podría importarle menos; ella sabe. Se ha sentido pequeña, pero no se trata de eso. Necesita recordarse a sí misma. No la mueve la codicia, solo la desesperación por recuperar algo de la fe que se le ha escurrido de las manos, porque tiene la dignidad más caída que el culo postizo. Está marchita y ahora será mala, no marchita y frágil, como lo era antes, cuando los amores de repuesto la dejaban al borde del camino, entre el desgano de otro mal polvo y otra mala paga.

Estuvo lista a eso de las ocho de la mañana, había suspendido todos los malestares, su voluntad era algo que debía tomarse muy en serio, ella se ve mansita, pero cuando quiere te araña y te vuelve nada; entre unas piedras marrones bajo el puente de su antiguo colegio, estaba oculto el que era su cuchillo favorito, toda una pieza de artesanía metalúrgica. La flor venenosa recobró su nombre y su altivez, caminó por la acera y pocos pudieron quedar indiferentes. Ella fijó su atención en un turista borracho, un gringo, una carnita blanca y un hueso blandito, la hoja no se astillaría y el dinero haría que las incomodidades valieran la pena. El tontuelo muerde el cebo, la invita a tomar algo, caminan a la sombra del sol brutal, se ríen y comulgan una esperanza extraña que los revitaliza. Después de todo, ese seguía siendo un buen sector de la ciudad.


Cristian Felipe Leyva Meneses (Armenia, Quindío, Colombia, 1997) ha publicado su trabajo literario en ERRR Magazine, Seattle escribe, Himen, Palabrerías y otras. Ocupó el segundo lugar en el V concurso departamental de cuento Humberto Jaramillo Ángel; fue invitado al XI Festival internacional de poesía de Manizales y al XXXVI Encuentro nacional de palabra, proclamado como escritor del año en el XIV encuentro nacional de escritores Luis Vidales, autor del poemario «Ansiedad sobre los senderos» y participante de numerosas antologías de microrrelato, cuento y poesía.