Primera noche de Nigeria Morales, por Fernando Alarriba | CUENTO

Primera noche de Nigeria Morales, por Fernando Alarriba | CUENTO

Imitando a Pierre Michon

Nos conocimos en pleno furor del alma. Tendríamos trece, tal vez catorce, la edad de los asnos que viven del gozo de darse de coses junto a sus hermanos en días persignados por un sol obtuso. Auténticos burros en primavera que descubren la dicha del orgasmo paladeando porno o tejiendo fantasías con yeguas mozas o mulas consagradas. Éramos pues, adolescentes.

El tono de su piel remitía a los primeros ídolos, al continente madre, y eso le ganó el mote de “Nigeria”. Ahora que lo recuerdo aquí, sentado bajo los almendros, aparece como siempre, envuelto en esa carcajada perenne, manantial brotado directamente de la gracia.

Pero no fueron los descubrimientos de la carne ni de la música, religión que ambos profesábamos, lo que nos hermanó. Fue el alcohol, señor de innumerables dones, insaciable padre de festines y plagas, quien lo tatuó en los pliegues luminosos de mi memoria y que también garabateó su figura, aquí y allá, realizando milagros y hazañas que lo consagraron como Sumo Sacerdote en las comarcas del guateque.

La imagen de una de nuestras primeras juergas está enmarcada por un séquito de sátiros y ninfas. Era una tocada, estruendo de guitarras y baterías en un barrio del centro, y la furiosa comitiva que se había deshecho de sus prendas conservaba intactos sus orgullosos mohawks y daba rienda suelta a largas cabelleras que nadaban en sudores de bamboleantes tetas, macanas y nalgas reunidas en el éxtasis de aquella ceremonia mercurial. Música, misa de carnes y almas.

Pegados a la pared bebíamos cerveza en vasos de corcho que se desbarataban en el puño ante la presión de nuestras risas incontenibles: el cuadro, a esa hora, comenzó a deformarse luego de que uno de los danzantes cayera de culo sobre una maceta y una de las ninfas, severamente vapuleada por la ebriedad, vomitara en la pista y así, con su rostro convulsionado de gorgona decapitada, petrificó lenta, muy lentamente, la velada.

Esa imagen, roca fundacional de este pasaje, es una gloria que el paso de los días decuplicó hasta alcanzar su cumbre un verano de luna llena frente al infinito mar amarillo del pacífico. Fue nuestro bautizo. Quemar las naves dejando que botes y botellas de cerveza dictaran el destino y, obedientes, poseídos por ese impulso seminal de autodestrucción que nos mira burlón desde el espejo, zarpamos a la noche.

Dicen que, transmutado, corrí quinientos metros; que regresé desnudo, que reñí con dos, tal vez tres amigos, y que me abofetearon para retomar un juicio menos insano. No lo recuerdo. Lo cierto es que me zambulleron en la mar, y una vez que la sal terminó de ayudarme a recobrar mi humanidad perdida, tomé lugar en la fogata para presenciar la primera alquimia de “Nigeria Morales”.

Cayó lentamente contra la arena y, empanizado, comenzó a balbucear con su lengua convertida en un pantano de tabaco y malta. Ya no pudo levantarse para vernos: jóvenes sublimados por las primeras luces del éxtasis libatorio, brillantes astros erizados de noche.

Al ser de madrugada abandonamos el firmamento y, para retirarnos, lo cargamos dejando que sus pies trazaran un rastro de fantasma alcoholizado. Ya en la calle, jugamos el papel de bufones frente al resto de esa corte de despojos que recorre las calles aferradas al faldón de Baco, patrono de esta ciudad que, desde sus orígenes, mucho antes de los templos y la cruces, ha sido dominada por delirios de indios, de un puñado de negros, peninsulares, teutones, orientales, gringos… una pléyade de borrachos que tienen por dios a un tarro, son quienes mandan en esta Tierra de Venados, una carroza llamante sin destino.

Paramos la auriga (modestas camionetas de carga que los años y la plaga del turismo, su malaria de ruido, piojera y alegría etílica ha convertido en antros motorizados) y subimos el cuerpo más liviano, el de la inmensa hielera que todavía guardaba algunas municiones. Siguieron los que estaban tocados, aquellos que cabeceaban o esos que, ya desconectados de sus piernas, mantenían la dignidad a tumbos. Al final vino él, despojado por completo del dominio de su cuerpo, cadáver de azabache y baba que empujamos sobre la plancha del vehículo.

Jamás superaré mi asombro ante la magia de los prestidigitadores y qué decir sobre la divina operación que hay en los milagros. Sin duda se trata de una gracia menor, pero el vulgar alcohol produce un arte tan prodigioso sobre la mente y el alma, que es comparable al fulgor de las galaxias o al irrefrenable ciclón que todo lo arrasa. He visto y, lo que es más, he sido transformado en gárgola o en cabra y he tomado, una y mil veces, el papel de las bestias que en un instante se desprenden de ese yugo llamado razón, y se regodean en la pulpa gruesa y jugosa de sus entrañas. Ser bestia pareciendo hombre… ¿O, es al revés?

Digo esto porque, tan pronto dejamos el carruaje y marchamos rumbo a la casa de nuestro héroe, la proteica deformación de la realidad invadió a “Nigeria Morales” llevándolo a proferir una frase plagada del más extraño heroísmo: “Aviéntenme a un monte y déjenme morir”.

¿Estaba en una guerra? ¿Se veía a sí mismo como un soldado que, acribillado por los ejércitos del vino, rogaba a sus compañeros que salvaran la honra y el pellejo abandonándolo, diciendo adiós a la estúpida ilusión de la salvación y la gloria? ¿O pensaba que el mar se había convertido en una ballena emputecida y delirante que lo había devorado y escupido de vuelta como a un triste Pinocho de carbón?

Lo cierto es que caímos en una risa tan potente que nos mantuvo rodando por los suelos, dichosos y puros, agradecidos de ser parte de aquella hora que se mantiene intacta en la incesante danza de la vida. Santo eres en verdad, alcohol.

Recuerdo que nos desviamos del camino. Que llegamos a casa de otro amigo, que bañamos y abofeteamos a “Nigeria” y que, aún montado en su estupidez, confundía la leche con agua de coco y llamaba a su madre gimoteando como niño perdido.

Al cabo de unas horas, al filo del amanecer abrió los ojos y tomó confianza para sostenerse sobre su propio pie y retirarse a casa. Era, así lo creó, un jumento enclenque que da sus primeros pasos en el monte y agita el hocico pelándole los dientes al destino.

Fue, pues, la noche de “Nigeria Morales” y, si bien terminó bastante atropellado, se había convertido en dueño de una risa y un alma nueva; la del hombre que se supo extraviado, que se fundió al lodo, que chilló en el matadero y libró, como acróbata consumado, el filo de los cuchillos.

Como cuentas del más sagrado rosario vendrían otras noches; devocionarios, jaculatorias de risas que han forjado su estampa de santo. De momento, a la espera de otra de sus anécdotas, de otro exorcismo de los demonios que también siembra la vida, dejo esta veladora encendida, una oración por aquella noche.

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Mazatlán, Sinaloa, 1983. Poeta. Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Tiene una especialización en Gestión Cultural y Políticas Culturales de parte de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Autor del libro de poemas Loto (2013). En 2018 publicó junto a Eduardo Valadés “Las rompientes rumorosas: 30 años de literatura mazatleca”, un libro de crítica literaria editado por el Instituto de Cultura de Mazatlán y Andraval Ediciones. En 2023 publicó el poemario “De este mar”.

Sus poemas aparecen en las antologías “Poetas del sur de Sinaloa” (2014), “Una fiera lentísima (Muestra de poesía sinaloense)” (2017) y “La liebre es ligera. Muestra de poesía sinaloense joven 1982-1997 (2018)”. Algunos de mis poemas han sido traducidos al inglés y he publicado en revistas como “Aldea 21”, “La Otra”, “Planisferio” y “Armas y Letras”.