Comer frente al mar, por Víctor Parra Avellaneda

Comer frente al mar, por Víctor Parra Avellaneda

«This [imaginary] plastic man will come into

a world of colour and bright shining surfaces

 where childish hands nd nothing to break,

 no sharp edges, or corners to cut or graze,

no crevices to harbour dirt or germs.»

Plastics  

V.E. YARSLEY & E.G. COUZENS

Caminamos sobre la arena de la playa. Adriana lleva un gran cedazo y yo una sombrilla para cuando encontremos el lugar idóneo para comer.

—Hace buen clima —me dice Adriana, mientras extiende sus brazos para acariciar la corriente de aire que hay por donde andamos—.  Vamos a disfrutar mucho la comida con este cielo —añade, mientras mira fijamente al sol y a la gran congregación de nubes que lo acompañan. Hago lo mismo.

—Antes la gente no podía hacer lo que estamos haciendo —le digo a Adriana.

—¿A qué te refieres, Mariana? ¿A las relaciones con personas del mismo sexo? —me pregunta.

—No, tonta. Quiero decir que antes la gente no podía mirar di rectamente al sol. Se quemaban los ojos, quedaban ciegos; algunos desarrollaban tumores malignos y morían.

—Claro, aún no se inventaba el filtro universal para los ojos.  Cuando yo era niña mi abuela me contó de cuando sacaron las primeras vacunas oculares. En un inicio la usaban los ejércitos para que sus soldados vieran en la oscuridad. Luego fue desclasificado y lanzado al mercado. A muchas personas no le gustó la idea; a otras les encantó: con la vacuna se podían modificar las células de los ojos y cualquiera podía ver en la longitud de onda que deseara —explica Adriana. Después da una breve pausa, como tratando de recordar algo, ríe para sí y continúa con lo que me estaba contando—. Mi abuela también me platicó que esa vacuna marcó un antes y después en el cine: si tu modificabas tus bastoncillos a cierta frecuencia de luz, podías ver una película filmada en rayos-X; pero si ajustabas un poco más la longitud de onda en tus ojos en la misma película podías ver otra completamente diferente. ¡Cine de multifrecuencias!

El asombro arrojó su brillo por el iris de Mariana.

—Aunque también se prestó para que muchas personas ajustaran sus ojos con el fin de espiar a sus vecinos. Ya sabes, visión infrarroja y todo eso. Había gente pervertida que espiaba a sus vecinos para ver su desnudez en medio de la noche, y los había más atrevidos que lo hacían a cualquier hora del día y traspasaban con su mirada las capas de la ropa de las personas en lugares de trabajo, en el cine, en los centros comerciales, en los hospitales o incluso en las escuelas. Al mismo  tiempo aumentaron los robos; los ladrones podían ver qué pertenencias traían sus víctimas entre sus vestimentas, ir en el transporte  público se hizo peligroso por esta misma razón e incluso quedarse  dentro de casa también, porque los ladrones podían ver quién estaba  dentro y si tenía manera de defenderse; ante ello se hizo popular el  uso de ropa y otras protecciones hechas de plomo para evitar que  otros vieran a través, sin embargo, con el tiempo se hizo notoria la  toxicidad de esta desesperada medida de protección, así que la ropa  de plomo fue prohibida. En algunos países las autoridades crearon leyes para prohibir el uso de ciertas longitudes de onda que implicaran un peligro social. Por ejemplo, en los bancos, todo aquel que entrara tenía que ajustar las células oculares para captar longitudes de onda del espectro visible, lo mismo en las iglesias y en las escuelas; para regular todo esto se inventaron lectores de ojos capaces de inferir el espectro de luz absorbido por el tejido de la córnea, tales artefactos estaban puestos en la entrada de centros comerciales, bares, restaurantes, estadios de futbol, bancos y toda clase de edificio.

—Eso nunca falta con los avances tecnológicos. Nuevas maneras de fastidiar la vida de los demás.

Adriana da un hondo suspiro. Su semblante luce algo triste. Continuamos en nuestra caminata.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Solo es que…pensar que hubo un tiempo donde todas las personas tenían que usar lentes de sol y armatrostes inútiles que se convirtieron pronto en basura. Todo lo que perdieron del mundo para ganar un poco de comodidad —responde.

Se forma un silencio entre nosotras. Es normal que ocurra. Siempre que hablamos sobre el pasado de la humanidad Adriana se pone muy sensible. El pasado es muy incómodo y difícil de borrar y sus vestigios continúan en nuestro presente.

—Conocí a mi abuela durante muy poco tiempo. Recuerdo algunas de las historias que me contaba sobre el pasado, todo lo que ella había visto y vivido; los paisajes de las ciudades, la ropa que la gente usaba y las criaturas que ya no existen. Mi mente de niña se asombraba con cada anécdota y siempre amé que me hablara de su mundo, ese tan lejano en el tiempo y cercano al olvido. Había en ella una profunda nostalgia en cada una de sus palabras y su mirada perdida. Así la recuerdo, hilando sus memorias por medio de sus recuerdos al borde de la extinción; quedó ciega por un cáncer ocular que fulminante mente apagó su vida cuando yo tenía ocho años —relata Adriana.

—PODEMOS COMENZAR POR AQUÍ, amor —me dice Adriana de repente, acabando con el silencio. Aun luce alterada.

Paramos nuestra caminata y en el lugar que Adriana había seña lado pusimos todas nuestras cosas para comer. Yo desenfundo la sombrilla y la clavo en la arena, como lo hacían en los viejos tiempos.  Aun con las modificaciones en la piel que evitan el cáncer por la radiación solar, la sombra sigue siendo reconfortante.

Mientras tanto, Adriana mete en el cedazo mucha arena de la playa para luego agitarlo vigorosamente. La arena cae como una pequeña cascada de agua seca. Lo hace repetidas veces hasta quedar repleto de pedazos de plástico.

—Casi termino —me dice Adriana, mientras repite una vez más ese proceso hasta que hay suficiente plástico para las dos.

   —Bon apetit! —exclama Adriana con un ademán galante.  Quedo asombrada con la cantidad de plástico que recolectó de la arena. ¡Hay de todo! Pedazos de bolsa, botellas, vasos y taparroscas.  —¡Es mucha comida!, ¿Seguro que no sobrará? —señalo perpleja.  —No creo que sobre. Sabes que soy muy glotona; no tengo llenadera —me responde, mientras se ríe levemente.

Adriana y yo nos abrazamos debajo de la sombra que ofrece el paraguas. Colocamos los pedazos de plástico frente a nosotras y comenzamos a tomarlos con nuestras manos para llevarlos a nuestras bocas.

—¡Mmmmmm!, ¡Está muy bueno! —dice Adriana, emocionada.  Parece que su ánimo está mejorado. Ya no se ve tan triste como lo estaba hace unos momentos.

Yo continúo masticando y saboreando el plástico.

—Es plástico añejo. Creo que puede tener más de ciento cincuenta años. Mientras más antiguo mejor —digo, mientras tomo con mi mano más pedazos para comer.

Adriana no contesta, solo me mira y asiente con su cabeza, mientras sigue masticando con regocijo.

Frente a nosotras el mar ondula junto a la brisa que refresca el ambiente.

—Antes había peces —dice Adriana, interrumpiendo su comida. —¿Perdón? No te entiendo —contesto, con la boca llena. Aun no terminaba de ingerir mis pedazos de plástico —¿Peces? Adriana posa sus manos sobre la arena, como si quisiera sentirla o escuchar algo de ella; también mira hacia el mar y hacia el lejano horizonte que se extiende por toda la costa.

—Antes los humanos no eran las únicas criaturas sobre la Tierra.  Había otras entidades, ‘animales’. Y de esos animales había unos que se llamaban peces y vivían en el agua. Me lo contó mi abuela —me dice. Se hizo un breve silencio, hasta que ella continúa—. Antes las personas comían animales, también plantas; lo comían todo.

—¿Qué pasó con los animales? —le pregunto.

Ella no me mira, continua con su vista perdida al frente. —Como puedes ver, ya no existen —me contesta, apuntando con una de sus manos en dirección al mar—. Si tú y yo viviéramos hace doscientos años, veríamos frente a nosotras peces saltando del agua y aves volando y haciendo piruetas en el aire.

Miramos al mar y sus olas llegando suavemente hacia la orilla de la playa; no vimos ningún pez, solo arena, agua, cielo y sol.  —Cada vez que mi abuela me contaba esto, se ponía a llorar y yo también. Su llanto era el más intenso que jamás he visto en mi vida. Adriana hace otra pausa. Respira hondo y me toma de la mano.  Puedo sentir su pulso. Nos miramos en silencio durante unos según dos, hasta que Adriana vuelve su vista al mar.

—Te diré lo mismo que me dijiste hace rato: ‘antes la gente no podía hacer lo que estamos haciendo tú y yo’.

—¿A qué te refieres? —pregunto sin mucha idea de lo que ella piensa.

—Comer plástico —me dice, mientras toma uno de los pedazos que estábamos comiendo. Lo sostiene ante sus ojos y lo examina detenidamente.

—Claro, acabas de decir que antes se comían a los animales. —Sí, los comían. Pero hubo un momento en el que ya no se pudo.  —Porque desaparecieron, ¿no?

—No. Antes de eso. Los animales seguían existiendo, pero en su carne había mucho plástico que no podía ser digerido. Aún no se inventaba la vacuna para que las personas se alimentaran de plástico.  En ese entonces, me decía mi abuela, se solía preparar el tejido mus cular de los animales con minerales como el cloruro de sodio para luego calentarlo con fuego e ingerirlo. A partir de cierto día de un lejano año, al calentar el tejido muscular, este desprendió una sustancia espesa, oscura y de muy mal olor.

—¿Era el plástico? —dije consternada, sin dar crédito al relato.  —Sí. Como te dije, había plástico por todos lados. El mundo entró en pánico y miedo. Muchos murieron de hambre, otros por intoxicación, otros se mataban entre sí. ¿Puedes creerlo? ¡El plástico era tóxico!

—Y luego apareció la vacuna.

—…Tarde. Pero sí. Apareció la vacuna. Ya no existían las mismas personas, ni las mismas ciudades, ni los mismos países. Ya no quedaban animales y ya no quedaba el mundo como se conocía. Ahora nadie muere de hambre. Podemos salir de casa, buscar entre la tierra o el agua, en donde se nos ocurra y encontrar algo de comer —dice Adriana, para dar paso a un silencio acompañado por la brisa marina.

Sostengo la mano de Adriana con más fuerza, y le digo: —¿Te imaginas ver peces?

—Lloraría —responde.

Miro su cara y puedo ver unas cuantas lágrimas en sus ojos. Tal vez ella está viendo peces, ayudada con los recuerdos de todo lo que le contó su abuela.

Cierro mis ojos y siento la inmensidad de la playa. Siento el aire en mi cabello rozando mi piel. Puedo escuchar los oleajes del agua mientras en la oscuridad que tengo ante mí veo miles de formas que se generan con estos sonidos. Quiero pensar que alguna de ellas se parece a un pez.

 

Víctor Parra Avellaneda (Tepic, Nayarit, México, 1998). Estudia biología en la Universidad de Guadalajara. Escribe prosa, gran parte de ficción especulativa. Es autor de Más allá del horizonte (Ediciones del Olvido. 2022). Su trabajo ha sido publicado en países de habla hispana en revistas literarias como El NarratorioLa sirena varadaPenumbria, Sinfín, Monolito; también ha sido publicado en Inglaterra (Nymphs), Estados Unidos (Dumas de demain y Spelk), Canadá (The temz Review y L’Éphémère Review) y la India (Culture Cult Magazine). Fue becario del PECDA Nayarit 2018-2019.