¿De qué clase de experiencia estamos hablando?, cuento de Ailton Téllez Campos

¿De qué clase de experiencia estamos hablando?, cuento de Ailton Téllez Campos

Era la medianoche. Raúl y yo nos habíamos retirado del departamento de un amigo que vivía a casi orillas de la ciudad. Carcajadas y pizza definieron esa reunión. Estando afuera, éramos dos jóvenes montados en una motocicleta, recorriendo las largas avenidas de una ciudad salvaje. Nada de qué preocuparse. En el trayecto, recordábamos los chistes simplones y anécdotas que habíamos platicado horas antes. Mientras esperábamos el cambio del semáforo, Raúl me dijo.

—¿Y ya tienes algún plan cuando termines la universidad?

—De hecho… comienza mañana. Tengo una entrevista de trabajo en un periódico local.

—Cierto, recuerdo que hace algunos meses me platicaste tu interés por la nota roja.

—Así fue. Creo que es como las películas de crimen policíaco, solo que con las partes aburridas.

Continuamos el trayecto en silencio. Por medio de los retrovisores, observé que una patrulla con las luces apagadas venía detrás de nosotros. Traté de no prestarle mucha atención, hasta que se lo hice saber a Raúl y, sin pensarlo, doblamos hacia una calle. Cuando lo dimos por perdido, la voz aguardentosa de un megáfono nos obligó a orillarnos bajo la luz del alumbrado público.

—¿Mínimo traes cien pesos? —preguntó Raúl.

—Acuérdate que los di para la segunda pizza —susurré.

De la patrulla se bajó un tránsito de unos cuarenta y cinco años. Con el triple de su edad pero equivalente en kilos. De entre el hedor a alcohol que emanaba de su hocico, le pidió la licencia de conducir a Raúl y este se la entregó. Acercó y alejó la licencia de su rostro un par de veces. El muy ebrio ni siquiera se había dado cuenta de que la tenía al revés. Me tapé la boca para contener la risa, hasta que me preguntó la fecha. Contesté que estábamos a primero de noviembre. El tránsito puso una sonrisa boba mientras alumbraba la licencia con su lámpara; había expirado el veinte de octubre.

—Esta multa no es nada barata. Tiene un costo de… —parecía que le iba a explotar la cabeza por obligar a su cerebro a hacer algunas cuentas— ¡mil quinientos pesos! —gritó como si hubiera ganado el bingo.

Raúl y yo nos veíamos las caras sin decir una sola palabra. Cada quien revisó su mochila con la esperanza de encontrar mínimo unas monedas. El tránsito guardó la licencia en el bolso de su camisa y se dirigió a la patrulla.

—¡Arranca! —murmuré, apretándole el hombro a Raúl.

—¿Irme sin mi licencia?

—¿No escuchaste al gordo? Ya está vencida, luego sacas otra.

—¿Y si después me busca?

El tránsito regresó con una papeleta en la mano. Mientras Raúl tartamudeaba al platicar con el tránsito, yo buscaba la mejor solución en el suelo. Por un momento se portó comprensible, pero necesitaba algo para dejarnos libres; palpó repetidas veces el tanque de la moto. Dijo que le podían dar unos diez o quince mil pesos por ella. Era cuestión de hacer una llamada para que una grúa fuera a recogerla.

—Escuche. Los dos salimos perdiendo: Mi cuate por la licencia vencida y usted por borracho. Mejor cada quien se va tranquilo por su lado —dije levantando la voz.

Raúl se quedó atónito, me veía con los ojos sobresaltados. El tránsito se soltó a carcajadas. Su estruendo parecía el de un cerdo chillando.

—Saliste gallito, mocoso. Pero, para desgracia de los dos, yo soy la autoridad —contestó mostrando la empuñadura de su pistola fajada de un lado del pantalón. Del otro, la macana.

Me levanté del asiento con la valentía de alguien que sabe defensa personal y lo encaré casi rozando nariz con nariz. Quería matarlo a golpes, pero solamente lo insulté con su sobrepeso. Cuando Raúl pidió disculpas al tránsito como un niño antes de ser reprendido por su madre y todo parecía estar en calma, al volver a la motocicleta, un golpe en las costillas me tomó por sorpresa. Segundos después, Raúl cayó junto a mí.

¿Eso es todo lo que traían, par de putos? —el tránsito camino hacia la patrulla con la macana arrastrando en el suelo.

Lentamente, me paré del suelo. Abalancé mi cuerpo hacia la patrulla y recargué mis manos sobre el cofre. Hacía señales con las manos para que se bajara, pero el hijo de puta aceleró y tuve que treparme al parabrisas. Avanzó unos cuantos metros hasta que frenó de golpe; terminé otra vez en el suelo hecho mierda.

De pronto, el tránsito se bajó de la patrulla. Con el cuerpo tambaleándose, caminó directamente hacia mí. Desenfundó la pistola. La cortó. ¡Pum!

No sé para qué dirección se fue el tiro, pero tuve la certeza de que Raúl había provocado el desvío; solamente vi como su cara y brazos se despegaban del enorme estómago, dejando al tránsito sobre el pavimento como tortuga con las patas arriba.

La pistola desapareció entre las sombras de la calle. Mi cuerpo no respondía. Desde la motocicleta, Raúl gritaba que nos fuéramos. Lo ignoré. Me acerqué a la patrulla. Agarré la macana del asiento del copiloto.

—No tienes huevos —murmuró el tránsito, mientras trataba de levantarse.

Sin detener el paso, alcé la macana y se la dejé ir con tanta fuerza en la sien que lo mandé a soñar en ese instante. Del bolsillo de su camisa, tomé la licencia de Raúl. Subí a la motocicleta y huimos de ahí diciendo adiós a nuestro valiente servidor público.

A la mañana siguiente, estaba en mi departamento desayunando unas rebanadas de pizza que habían sobrado de la noche anterior. Le marqué a Raúl para saber cómo estaba. Su teléfono me mandaba a buzón de voz. Dejé de intentarlo; me puse la camisa menos percudida, retiré el polvo de mi único par de zapatos y salí corriendo a tomar el autobús que me llevó a las oficinas del periódico.

Durante la entrevista, me llamó la atención la primera plana de un periódico que tenía el jefe de editores de su lado del escritorio, pero era difícil distinguir de qué se trataba la noticia principal. Las preguntas y respuestas continuaron por varios minutos, hasta que hice saber con entusiasmo mi interés por trabajar en la nota roja. El jefe de editores frunció el ceño, como si le hubiera contado un mal chiste. Giró el periódico y me dijo.

—¿Tienes experiencia con casos de este estilo?

En el encabezado con letras rojas se leía:

“Cayó la ley… pero al suelo. Presunto criminal que se hacía pasar por policía de tránsito fue hallado muerto en medio de la calle junto a una patrulla pirata”.

La fotografía me provocó un largo suspiro. Recuperé la sonrisa. Alcé la mirada y en voz baja pregunté.

—¿De qué clase de experiencia estamos hablando?


Ailton Téllez Campos (México). Realizador audiovisual de formación. Durante la carrera llevó a cabo dos Corto Documental: ¡Mucha Mierda! (2019) y Eduviges (2022). La pasión por contar historias lo condujo hasta el mundo literario. Algunos de sus relatos han sido publicados en la revista Primera Página, Rigor Mortis, Revista Rito y Óclesis – Víctimas del artificio.