Flores en una tumba, por Martín Durán | Cuento
- Carroña
Hace meses que no llueve ni una gota sobre San José del Llano. Esta mañana, como todos los días, el viejo Jacinto se levantó temprano para vigilar el cielo en busca de nubes negras en las cuales afincar la esperanza, de abrir otra vez la tierra, escarbarla así, tantito nada más, y depositar en ella la semilla de la adormidera. Mirarla florecer como se ve crecer a una niña, bonita y saludable, con su color satisfecho, coloradita. Pero no, el cielo le niega esa ilusión. El año pasado le dio miedo sembrar, pues todavía pasaban a lo lejos, los helicópteros con su furia retardada; vio cómo los soldados desde sus boludos rociaban los campos con un líquido apestoso que pudría todo. Por eso dejó que los aguaceros de agosto llegaran sin prisas, pero ni así creció la yerba en ese erial.
Los demás del pueblo se habían marchado hacía cuatro, cinco años atrás, cuando las tropas de la Cóndor llegaron arrasando con todo a su paso, como un remolino de fuego que no solo quemó los campos de solfia, sino también acabó con las vaquitas, los chivos y los puercos que tenía en el corral. Todos se fueron, pero él, viejo aferrado después de todo, se quedó.
Antes ya era viejo, cuando murió su mujer la Nacha. Entonces se sentía con suficiente fuerza para sembrar las parcelas del llano él solo. Esas parcelas que su padre y también su abuelo habían arado sacando lo mejor a las entrañas de la tierra: una goma de opio espesa como leche, alcanzaba buen precio en la frontera. Pero desde el paso de los guachos, todo en la sierra había cambiado, la tierra parecía envenenada, las plantas, a pesar de tener el agua del venero ahí cerquita, se negaban brotar. De la gente del pueblo ni hay que acordarse. A unos se los llevaron para nunca más regresarlos, otros alcanzaron a perderse entre los breñales, de los que no volvieron. A él, anciano al fin, no le hicieron nada, ni para descargar su odio. «Este viejo ya es puro pellejo, déjenlo pa’ que se muera de hambre», le había dicho un comandante de la tropa. Al menos descargaban la burla. De eso ya hacía cuatro o cinco años, no recordaba bien. Con paciencia, alimentándose de granos silvestres molidos con agua y durmiendo bajo la arboleda, Jacinto esperó a que la tropa se marchara y lo olvidara ahí, junto a esa tierra donde la amapola era un bonito recuerdo. Por eso este año espera cada mañana el regalo de la lluvia.
Jacinto había salvado un costal de semillas enterrándolo en lo más profundo de los cerros, un sitio que solamente él conocía, y que cuando escuchó el rumor que venían los hombres de la Cóndor, se aprestó a ocultar. «Soy viejo, pero terco», se dice a sí mismo. Sin enemigos a la vista, ahora podía desenterrarlo. En sus adentros dice: «Esta bella flor tan altiva y colorada no le hace daño a nadie. Tantos años cuidándola, trabajándola, como para que venga una bola de guachos a quitármela.»
Va al galpón que tiene detrás del baño y saca sus instrumentos de labranza. Hasta esos tuvo que esconder aquella vez que quemaron las casas. Entonces se dirige al llano para abrir unos surcos, unos cuantos como para hacerse a la idea que pronto lloverá. Al primer golpe del azadón, la tierra deja escapar un olor agrio. Así sigue hasta el mediodía, cuando cansado y sediento, el pico de la labranza pega en algo duro, una piedra quizá. Pero empieza a escarbar más, y se da cuenta que no es una roca, sino un hueso largo. «Quién habrá enterrado una vaca», se pregunta. Continúa sacando la tierra, que ahora se mezcla con más huesos y jirones de tela, ropa carcomida por el salitre. Los restos cobran forma: es una calavera de gente. Se rasca la cabeza. No recuerda que alguien usara el llano para sepultar a personas. Pegado al esqueleto, todavía se alcanza a distinguir la ropa de lo que pudo ser un uniforme militar, también unas botas churidas, unas fortituras, una plaquita con unas letras desconocidas para él. Jacinto se persigna, porque sea lo que sea, él siempre creyó en Dios Padre. «A este difunto hay que darle cristiana sepultura. No está bien que esté aquí, como si fuera un animal», se dice el viejo.
El resto del día, Jacinto se dedica a excavar un agujero debajo de un enorme álamo que creció al pie del cerro de la Virgen, llamado así porque los lugareños dibujaron a la madre de Dios en un basalto en la cumbre. Con unos palitos compuso una cruz y le hizo una lomita para que todo aquel que pasara por allí viera que era una tumba. Después de rezar unas oraciones aprendidas hace mucho, Jacinto se toma un buche de agua de la cantimplora, y es cuando una ráfaga de recuerdo cruza por su memoria: recuerda cómo una tarde de hace cuatro o cinco años, cayó la tropa endemoniada sobre el pueblo, como parvada de zopilotes lanzados sobre la carroña. De su memoria entumida brota la gente corriendo hacia los montes, las casas convertidas en humaredas. Ahora recuerda que él estaba en la punta de cerro de la Virgen, mirándolo todo, pero escondido; a este hombre que acaba de enterrar bajo de álamo, los soldados ya lo traían amarrado. Estaba golpeado. Sangraba de la cara. Vio cómo el comandante de la tropa lo fue empujando hasta el centro del llano. Le gritó algo que no entendió y luego vio al hombre empezar a escarbar un hoyo con las manos, rascando la tierra con desespero. Recuerda que se le churió el corazón al ver a unos soldados dispararle a sus vacas y chivos, y cómo cargaron hasta con las gallinas y los perros. Dejaron para el último a aquel cristiano que ahora yacía enterrado a sus pies. Un solo balazo y lo empujaron al agujero. Jacinto lo recuerda clarito, como si terminar el trabajo de la sepultura le devolviera la memoria. A él lo atraparon días más tarde en otro cerro, y cuando se lo presentaron al comandante, lo miró con desprecio: «A este déjelo morir aquí, ya no le falta mucho». Se carcajeó.
Ha caído la noche y salieron las estrellas. Jacinto está acostado en la hamaca del porche, del único jacal que se salvó de la lumbre, recordando todo aquello. De pronto, siente un airecito que recorre la aldea y le pega en la cara. «Es viento de lluvia», murmura. Detrás de la sierra ve cómo relampaguea el cielo, dibujando siluetas. De pronto se siente contento: un cosquilleo le recorre el corazón, una alegría que no sentía de hace cuatro o cinco años, una felicidad que creía que ya nunca volvería, y que le atribuye, quién-sabe-por-qué, el haber ido a sacar al difunto del llano y darle descanso en una sepultura, con sus oraciones y consuelos, como lo manda el buen juicio. Nunca sabrá quién fue, pero de algo está seguro: la próxima vez que crezca la amapola, le irá a poner sus flores en su tumba.
- Un editor de provincia
Cuando José Babel me trajo el manuscrito de Diario de la Cóndor, por un momento pensé que se trataba de una broma. Vino a verme a mi despacho con urgencia, o al menos eso dijo por teléfono (era de esperarse que no buscaba invitarme un café), quería un adelanto por este nuevo libro que se traía entre manos. Me contó que una extraña mujer le había pagado algunos miles pesos para relatar la historia de su esposo desaparecido o muerto, pero cuando intentó comunicarse con ella para mostrarle el primer borrador, uno de sus hijos le informó que la señora había fallecido.
—No fue por el cáncer de matriz como se esperaba, murió de otra cosa —me dijo Babel.
En fin, creo que estaba desahuciada y el libro era un capricho que se quería cumplir antes de abandonar para siempre este mundo. Babel me confesó, de muy mala gana, que la mujer no le alcanzó a saldar la deuda por su encargo, y ahora me buscaba a mí para ver si le publicábamos el libro, al fin y al cabo el hijo de la señora desconoció el raro proyecto que había emprendido su madre con los últimos estertores que le quedaban, y en definitiva no le interesaba saber nada de su padre. De modo que rehusó pagarle. El muchacho debió pensar que Babel quería extorsionarlo, porque casi lo echa a patadas de su casa. O eso me estuvo contando, sentado frente a mi escritorio, entretenido en convencerme por enésima vez que le girara un cheque como adelanto.
Reconozco que José Babel es un buen tipo, como periodista era pasable, pero como escritor definitivamente es malo. Yo le publiqué su primer y único libro, Soldados de Paja, del cual vendimos exactamente 893 ejemplares (por ahí debo tener los recibos para confirmarlo), gracias a que tenemos un buen acuerdo con los reseñistas de los dos únicos periódicos que existen en la ciudad, cosa que él desconoce y nunca se lo he dicho para no herir su ego de escritor. Ya saben cómo son los escritores con eso del ego. Claro que le dije a Babel que la edición se agotó completa, pero lo cierto es que regalamos muchos para hacerle publicidad. Mi editorial es algo modesta, pero la mejor del noroeste del país, no recibo ninguna subvención del Estado y hay que cuidar muy bien el prestigio, de manera que regalar algunos paquetes a la larga resulta un buen negocio: evitas que te queden embodegados y consigues promoción de boca en boca, como se dice comúnmente. Sostener una editorial de provincia es un trabajo casi heroico y titánico, algo que nadie es capaz de reconocer.
El caso es que le dije a Babel que no podía darle ningún adelanto, porque para empezar (mentí) nuestras finanzas no andaban muy bien, y para terminar no había leído su libro; así que me lo dejó a buen recaudo y le prometí que lo leería con atención para ver si entraba en alguna de nuestras colecciones. Aunque decir colecciones resulta inapropiado, ya que solo tenemos tres, dividas en libros de autoayuda, románticos e infantiles, y todo lo demás que se pueda comercializar. El hombre se marchó de mi despacho molesto, creo que de nueva cuenta traía problemas con su mujer por falta de dinero. Yo fui una de las personas que le recomendó no renunciar a su puesto en el periódico, y que podía combinar la profesión de escritor con la de periodista, pero Babel es algo obstinado, y ya le apuraba dejar las editoriales o mandar al carajo a su editor en jefe.
A los días de su visita me volvió a telefonear preguntándome si ya había leído Diario de la Cóndor.
—Calma, José, tengo el manuscrito bien guardado en el cajón. Deja que me quede un hueco en la semana. Ya te avisaré.
Escuché un chasquido de decepción en el auricular. La verdad es que no tenía ánimo de leer su mamotreto, otra historia repetida sobre la infinita violencia mexicana. Ya la gente quiere ocuparse de otras cosas, ser felices en la vida, olvidar por un momento la tortura de vivir en este país, la crisis económica, los políticos rateros, etcétera. Por eso en la editorial trabajamos en publicar libros útiles para la gente común y corriente, elevar su espíritu, hacerles sentir que son mejores personas. Los libros de autoayuda nos están dando buenos resultados en las ventas, y no entiendo por qué habría de publicar un libro deprimente como el que me trajo José Babel. No saben con cuánta fruición la gente devora esos panfletos donde desfila una raza optimista que da consejos de cómo vivir, como si ofrecieran una canasta llena de frutas. De ahí que nuestra colección tiene una viñeta con un cuerno de la abundancia. Pero esta es otra historia, como dicen en la televisión.
A la semana siguiente José Babel me dio un ultimátum: si no le daba una respuesta pronto, retiraría su libro para ofrecerlo a otra editorial, como si eso fuera posible en una ciudad que nadie lee. Como dije, era un buen tipo, pero ahora estaba desesperado. Con una pereza triste (debo reconocer que a veces los editores nos ponemos melancólicos), decidí darle una oportunidad antes de mandarlo al carajo. Esa noche, después de cerrar la oficina, marché a un bar a hacer mi cena e internarme en la selva oscura de sus fracasos literarios.
- El escritor y la mujer
Hubo un tiempo en que decidí dejar mi vida como periodista para dedicarme a ser escritor. Retomé un viejo anhelo de la adolescencia que abandoné al entrar como corrector de estilo, lo que me llevó en pocos meses a tomar la única plaza de reportero policial disponible en el diario. Luego me pasé veinte años de mi vida entregado a un oficio mezquino, saliendo mal con cada editor idiota que me encontraba y cambiando de trabajo cada vez que me despedían por no obedecer las órdenes del dueño. Ahora, liberado de esos menesteres, disponía de mi tiempo para fabular las historias que yo quería escribir. Recuerdo que mis amigos me felicitaron por tomar una decisión tan peregrina en medio de una crisis nacional generalizada. A la única que no le pareció bien fue a mi mujer, porque sería quien iba a asumir, durante los primeros siete largos meses en que no publiqué ningún cuento y no gané un solo peso, el pago de las facturas de la casa.
Soldados de Paja salió al mercado con un mediano éxito. Los dos periódicos de la ciudad le dedicaron reseñas bastante generosas que se granjearon el ánimo de un par de miles de lectores que adquirieron un ejemplar, y con esto obtuve la promesa de la editorial de publicarme un segundo libro, si es que se lo presentaba en el transcurso del siguiente año. Pero de eso ya habían pasado sus buenos ocho meses, y entonces me encontraba en una encrucijada: cuando estaba a punto de emplearme como redactor de publicidad en una compañía de zapatos, recibí aquella extraña llamada.
Sucedió un día que estaba en un café del centro que usaba por las mañanas como oficina y que por las tardes también usaba como oficina.
—¿Es usted José Babel?
—Sí, en qué puedo ayudarla.
—Mire, soy Elena García, me interesaría hablar con usted sobre una historia que quiero que escriba. Se trata de mi esposo. Tiene cuarenta años desaparecido, y ando buscando a alguien que escriba su caso.
Le aclaré que ya no era periodista, que llevaba más de un año que cambié de profesión y que ahora era escritor de otras cosas menos reales (pero más banales, acaso), así que podía recomendarle a más de un reportero profesional que le ayudaría.
—Precisamente por eso lo estoy buscando a usted —Reviró—. De verdad, necesito su ayuda. Usted diga cuándo podemos vernos para explicarle.
La voz de la mujer parecía nerviosa; urgente. Para crearme una imagen profesional, le dije que nos viéramos dentro de tres días, pues tenía bastante agenda que atender antes de nuestro encuentro. En realidad no tenía nada que hacer, pero desde que era reportero aprendí que si uno le da su tiempo a las personas les crea una atmósfera de expectativa. A veces me funcionó, pero en la mayoría de los casos me terminaban mandando a la mierda.
Para la cita, de la que no sabía qué esperar, llegué unos minutos antes para instalarme en una mesa y ponerme a revisar textos en la portátil; páginas atrasadas en las que no avanzaba. La mujer llegó puntual. Era claro que era una mujer entrada en años y se cargaba un rictus de angustia permanente. Aun así me sonrío cuando me saludó y tomó asiento.
—Bueno, señora Elena, estoy completamente a sus órdenes, Disculpe por hacerla esperar, pero tenía demasiados pendientes que resolver esta semana. Solo le aclaro, de nuevo, que ya no soy periodista.
—Lo tengo muy en cuenta. Como le dije en la llamada, se trata de mi marido. A él lo desaparecieron hace cuarenta años, ¿sabe? El ejército. En la sierra. Durante la operación Cóndor. No sé si lo merecía o no. Era policía judicial y también sé que era un canalla. Disculpe que le cuente esto, pero es parte de lo que quiero que haga. Del caso de él nunca investigaron nada, ¿sabe? El fiscal me llegó a decir por aquel tiempo que no reclamara nada, que me conformara con la pensión para mí y mis hijos. Ellos eran pequeños entonces y no recuerdan nada. Ni siquiera recuerdan las golpizas que su padre me daba. Da igual, con su desaparición yo ya lo perdoné por lo que me hizo. A veces me alegraba por todo, pero otras, no paraba de llorarlo.
—Disculpe, sigo sin entender. ¿Quiere que reactiven su caso?
—Hace ocho meses me detectaron cáncer de matriz. Dicen los doctores que es un cáncer muy avanzado y aunque me operen no hay razón para creer que sobreviviré. Mis hijos ya son personas grandes y tienen sus hijos: mis nietos me han hecho la abuela más feliz, ¿entiende? A pesar de la tragedia mi vida siguió con normalidad.
—Sigo sin entenderla, señora.
—No lo culpo. Lo que quiero decirle es que dentro de pocos meses moriré, quizá un año, quizá un poco más. Por lo que sé mi esposo no fue una buena persona, mató y despareció a otra gente en los operativos en los que participaba, trabajando para los narcos de la región, y yo toda la vida me la he pasado ocultándole esto a mis hijos. Traté de darles de él una imagen de un policía honesto, de un hombre que luchó por la justicia de este país tan lleno de injusticias. Tanto se los he contado, que he terminado por creerlo.
—Pero no entiendo, si se pasó la vida ocultando todo esto, ¿por qué ahora viene y sin conocerme me lo cuenta a mí?
La mujer entonces tomó su bolso y extrajo un sobre amarillo con un grosor de media cuarta y lo puso sobre la mesa.
—Lo que quiero es que escriba la historia en un libro, algo pequeño, nada grande, pero no lo que le estoy contando. Quiero que escriba la historia donde mi esposo era el hombre trabajador y luchador que yo les dije a mis hijos que era. No importa lo que invente, siempre y cuando aparezca como el mejor, como el héroe que yo me he creído que es. Cuando yo muera, su historia morirá conmigo, pero usted me puede ayudar a tener su memoria viva. Es lo único que quiero dejarles a mis nietos y a sus hijos. He vivido con el miedo que un día se sepa la verdad sobre lo desalmado que era, y yo ya no pueda defenderlo. Tome este dinero y le daré otro paquete más grueso cuando termine el trabajo. No tendrá que publicarlo, será un libro para mis hijos, algo íntimo.
No supe qué decirle. Un movimiento natural de mi mano me llevó a tomar el sobre amarillo de la mesa y guardarlo en el maletín. Le expliqué que requería más datos y me extendió una libreta donde ya había realizado un resumen completo del caso, y que a partir de ahí me encontraba con lo que le podía ofrecer como algo posible. No quería la verdad, sino algo que podía presentar como la verdad. Sentí la absurdidad de la vida, de mi vida. Sentí el sobre repleto de billetes latiendo en la maleta, y pensé que nunca me habían pagado por mentir tanto, que nunca me habían pagado por aligerarle el destino a una persona moribunda. Me sentí de nuevo en mi época de periodista cuando llegaban sobres manila a la redacción, perfumados con el inconfundible olor del dinero que aromaban de falsedades los linotipos de la imprenta.
Agregó:
—Le recuerdo que cuento con pocos meses.
Era un trato. O algo parecido. O al menos eso quise creer cuando se despidió. Uno piensa muchas cosas, que al final no sabe que pensar. Ese día decidí ir a dar un paseo por el malecón y llegué a casa por la noche. Acostada en el sofá me encontré a mi mujer todavía molesta por no estar aportando plata para los gastos de la casa. Intenté darle un beso en la mejilla que esquivó refunfuñando. No quise contarle sobre el extraño episodio que viví en el café. Guardé el paquete de billetes de a mil, acaso parte de los ahorros de toda la vida de aquella viuda, en el clóset del cuarto, en un abrigo que tenía años sin usar, salí y le dije a mi mujer con la mejor sonrisa que pude poner:
—Alístate, que esta noche vamos a ir a gastar como nunca en la vida al más caro restaurante de la ciudad.
Martín Durán (Sindicatura de Costa Rica, Sinaloa, 1986). Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa, formando parte de la generación 2003-2008, en donde cursó la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas. Trabajó como reportero en diversos medios en Culiacán. En 2013 inició junto con otros colegas el portal La Pared Noticias, especializado en temas de seguridad y narcotráfico. Coautor del libro Romper el silencio. 22 voces contra la censura (Brigada para leer en Libertad), coordinador del libro Voces en resistencia (Centro cultural autogestivo La 77). y Forma parte del libro El Feroz es un árbol lleno de pájaros (Instituto Sinaloense de Cultura). Ganó mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2019, con Cartas a Charlottenbourg.